La primera luz del amanecer comenzaba a colarse por las ventanas altas de la mansión. El canto de los pájaros despertaba poco a poco el silencio de la casa, pero Ana Lucía ya estaba de pie desde hacía rato. Con una bata ligera sobre el camisón, bajó a la cocina. El piso de mármol aún conservaba el frío de la noche, pero a ella no le importaba. Moviéndose en silencio, empezó a preparar el desayuno favorito de Emma: panquecas con frutas y un poco de miel. También calentó leche con vainilla, como le gustaba a la niña, y cortó las fresas con precisión, decorando el plato como si fuera un regalo. Eso mientras reía con las chicas de servicio.
Quería que todo estuviera perfecto. No solo porque amaba cuidar de Emma, sino porque no dejaba de pensar en la angustia con la que la niña se había dormido la noche anterior. Algo no estaba bien… lo sentía en la forma en que ella la miraba, en sus abrazos más aferrados, en sus silencios.
Subió de nuevo con la bandeja en las manos, caminando con cuidado