El sol ya estaba bien alto cuando Ana Lucía llegó frente al imponente edificio de cristal que albergaba las oficinas centrales del imperio Santillana. A esa hora, el movimiento en los alrededores era constante: trajes elegantes cruzaban las puertas giratorias, empleados con carpetas en mano caminaban con prisa, y los autos de lujo desfilaban frente al estacionamiento privado.
Ella ajustó la correa de su bolso, respiró profundo y avanzó. Vestía un conjunto sobrio, delicado, de pantalón beige claro y blusa celeste perla que dejaba ver su cuello limpio, adornado apenas por una gargantilla. Su cabello, recogido en una coleta baja, la hacía ver profesional y serena, aunque por dentro su corazón no dejaba de galopar. No por el trabajo… sino por lo que implicaba estar ahora tan cerca de él. De Maximiliano.
La recepcionista del lobby la miró apenas con curiosidad, pero cuando dijo su nombre, el ambiente cambió sutilmente.
—Un momento, por favor —dijo la joven, marcando un número interno.
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