Una hora después, el sol seguía en lo más alto.
Ana Lucía estaba sentada en un pequeño café. El lugar tenía un encanto simple.
Se abrazó a sí misma, no por frío, sino por la mezcla de nervios y emoción que sentía. A su lado, había una pequeña maleta con lo justo: un vestido de lino para la cena, una chaqueta para el frío de la montaña y algo de ropa ligera para la noche.
El aroma del café recién molido se mezclaba con el de los panes calientes que salían del horno, llenando el aire de una calidez hogareña. Aun así, su mente estaba en otra parte: en el momento en que Maximiliano llegaría por ella.
Miró el reloj. Cada minuto parecía eterno. Pensó en Emma, en cómo la niña había aceptado a regañadientes su partida. Suspiró, recordando el puchero de Emma y las palabras dulces que le había prometido, como una forma de alivianar la culpa.
De pronto, el rugido de un motor conocido la sacó de sus pensamientos. Un automóvil oscuro se detuvo frente al café, reluciendo bajo la última luz del día