El sol comenzaba a inclinarse lentamente hacia el horizonte. La construcción de madera oscura se alzaba en medio de un paisaje verde y fresco, rodeada por pinos altos y praderas salpicadas de flores silvestres. El viento suave hacía crujir las hojas secas bajo sus pies mientras el aroma de la tierra húmeda y la resina de los árboles los envolvía.
Ambos decidieron salir y disfrutar del maravilloso lugar.
—Es… más hermoso de lo que imaginé —dijo, con los ojos brillando como si no pudiera creerlo.
Maximiliano se acercó a ella, colocando una mano en la parte baja de su espalda.
—Te lo mereces. Quería traerte a un sitio donde el tiempo se detuviera para nosotros —respondió, con una voz tan grave y dulce que le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.
Ana Lucía giró la cabeza y lo miró. Su mirada era una mezcla de incredulidad y ternura.
—¿Y lo lograste?
—Dímelo tú —contestó él, inclinándose para darle un beso corto, suave, como si quisiera saborear el momento.
Maximiliano tomó su mano.
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