El viernes por la tarde, la mansión estaba bañada por una luz dorada que entraba a través de los grandes ventanales. El aroma dulce de las gardenias recién regadas se mezclaba con el del café que la cocinera preparaba en la cocina, mientras el canto de los pájaros parecía anunciar un fin de semana diferente, lleno de cambios en el aire.
Maximiliano estaba en la sala principal, agachado frente a Emma, quien jugueteaba con una muñeca de trenzas largas sobre la alfombra color crema. Sus pequeñas manos apretaban con fuerza el vestido de la muñeca mientras su rostro reflejaba una mezcla de desconcierto y tristeza.
Él, con una expresión serena, pero firme, tomó sus manitas entre las suyas.
—Princesa… —dijo en voz suave, buscando sus ojos que se negaban a levantar la mirada—. Hoy Ana Lucía va a salir de permiso.
Emma frunció el ceño y abrazó a su muñeca con fuerza.
—¿Por qué? Me dejará sola otra vez… —preguntó con un hilo de voz, los ojitos humedeciéndose en un puchero.
Maximiliano acarició