Dentro del apartamento de lujo, el silencio era apenas interrumpido por el zumbido del aire acondicionado y el eco sordo de los tacones de Mariela sobre el mármol. Caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, con los ojos húmedos de rabia, sosteniendo el móvil entre los dedos temblorosos.
El maquillaje, cuidadosamente aplicado por la tarde, comenzaba a deslizarse en pequeños surcos de rímel por sus mejillas. Su cabello, tan perfectamente ondulado horas antes, caía ahora desordenado sobre sus hombros, víctima de los dedos que lo habían jalado entre frustración y desesperanza.
Marcó el número de Catalina con manos inestables y la voz temblando levemente de la mezcla venenosa de tristeza, enojo y vergüenza. La llamada no tardó en conectarse.
—¿Mariela? —respondió Catalina con voz firme, pero curiosa—. ¿Qué pasó? Me dejaste mil mensajes.
Mariela tragó saliva, conteniendo la ola de emoción que amenazaba con ahogarla. Caminó hacia la enorme ventana y miró sin ver las luces de la ciu