La puerta del apartamento se abrió de golpe, chocando contra la pared con un estruendo sordo que rebotó en el eco del silencio. Mariela entró como un huracán, los tacones resonando con furia sobre el mármol pulido. Llevaba el maquillaje corrido, los ojos hinchados por las lágrimas contenidas y la mandíbula tan apretada que apenas podía respirar.
Arrojó las llaves contra el espejo del vestíbulo, que se quebró en mil fragmentos brillantes, como si su mundo se hiciera añicos junto a él.
—¡Maldita sea! —gritó, con una voz desgarrada y rota por el dolor.
El apartamento, amplio y decorado con un estilo moderno y frío, lucía impasible. El sofá de terciopelo gris, la lámpara de cristal sobre la mesa de centro, las cortinas de lino blanco, todo parecía burlarse de ella, de su derrota. Se quitó el abrigo de lana con furia, lo tiró al suelo y comenzó a caminar de un lado a otro como una fiera herida, presa del pánico y la rabia.
—¡No puede dejarme! ¡No puede hacerlo! —gritó, arrancándose los pen