El silencio reinó en la oficina. Un silencio pesado, cargado de ecos invisibles, como si la casa misma contuviera el aliento ante lo que estaba por suceder. Maximiliano permaneció inmóvil unos segundos, mirando el espacio vacío donde antes estuvo su hija. La taza con restos de chocolate seguía tibia sobre la mesa. Ana Lucía la había preparado con cariño, y Emma la había bebido con alegría. Un suspiro tembloroso escapó de su pecho, aunque no era de alivio, sino de una calma tensa, como el borde de un abismo antes de saltar.
Detrás de él, los tacones de Mariela resonaron por el suelo de mármol como latidos impacientes. El perfume dulce y fuerte de gardenias la precedía, envolviendo el aire con una nota intensa, invasiva.
—¿Eso fue todo? —preguntó Mariela, cruzando los brazos con una sonrisa apenas perceptible, pero llena de veneno—. ¿Las galletitas, los abrazos, la niñita y la niñera? ¿Ya terminamos con la función familiar?
Maximiliano se giró lentamente. Sus ojos, normalmente gélidos,