El sol de la tarde se filtraba entre las cortinas de lino blanco, bañando los interiores de la mansión Santillana con una calidez dorada que contrastaba con el mármol frío del suelo. Afuera, las sombras de los árboles se alargaban en el jardín perfectamente cuidado, mecidas por la brisa suave de junio. El silencio reinaba, roto solo por el leve murmullo de voces infantiles y el crujido de las páginas de un libro.
En la sala principal, Ana Lucía estaba sentada en el sofá de terciopelo azul, con Emma recostada a su lado, absorta en la historia que su niñera leía con dulzura. Ambas compartían una manta ligera sobre las piernas, y Ana le acariciaba el cabello con delicadeza mientras pronunciaba cada palabra con una entonación suave, casi maternal.
—“Y entonces, el caballero valiente alzó su espada y dijo: ‘No permitiré que el miedo gane esta batalla’…” —leyó, mirando de reojo a la pequeña, que sonreía con los ojos brillantes.
La escena era serena, íntima, llena de un afecto callado y sinc