Ana Lucía había llegado a su destino. El aroma a pan recién horneado flotaba en el aire junto al suave murmullo de las hojas moviéndose con la brisa fresca de la sierra. Ana Lucía subía los últimos escalones del porche de madera, con el bolso colgando de un hombro y el celular en la mano, aún mirando fijamente la imagen en la pantalla.
Suspiró, apretó la mandíbula y llamó a la puerta de la casa.
—¡Ya voy! —respondió la voz cálida y ronca de su abuela desde dentro.
El sonido de las chancletas arrastrándose por el piso de madera fue como un eco familiar. La puerta se abrió, y la señora Adela apareció con su delantal lleno de harina, las manos enrojecidas por amasar y una mirada que de inmediato se tornó alerta al ver el rostro de su nieta.
Ana bajó el celular y entró sin decir nada al principio. Caminó directo a la cocina, dejó el bolso sobre una silla y se sentó con un suspiro largo, apoyando los codos en la mesa de madera desgastada.
—¿Qué pasó, mija? —preguntó, ladeando la