La tarde ya estaba dorada y cálida, con el sol descendiendo lentamente entre los edificios antiguos que rodeaban la universidad. El aire olía a jacarandas en flor, a papel y tiza, a café filtrado desde el quiosco del fondo del patio. Ana Lucía caminaba con paso firme por el sendero adoquinado que llevaba a la facultad, con su mochila bien sujeta a la espalda y una carpeta gruesa entre los brazos. El uniforme informal del campus —jeans, blusa azul y zapatillas limpias— contrastaba con la compostura serena de su rostro.
Sus ojos recorrían los pasillos como si todo hubiera cambiado y, a la vez, permaneciera igual. La fachada de piedra, los anuncios pegados en las paredes con cinta, los murmullos de estudiantes repasando apuntes en grupo… Era un mundo que solía ser suyo, pero que en las últimas dos semanas había sentido tan lejano como un recuerdo vago.
Una ráfaga de viento le revolvió el cabello justo cuando subía los escalones de la entrada principal. Al llegar al pasillo central, escuc