El amanecer se deslizó con lentitud sobre la ciudad, desde aquella altura, despertaba con el bullicio habitual: cláxones lejanos, voces que se perdían entre los edificios, y el zumbido constante del tráfico.
Maximiliano estaba de pie frente a los ventanales de su oficina, con una taza de café entre las manos, observando sin realmente mirar. La bebida ya se había enfriado, pero no lo notaba. Su mente repasaba cada segundo de la noche anterior: el roce de Ana Lucía, su mirada esquiva, la forma en que había huido… y el mensaje que le había enviado a Mariela. Corto. Frío. Inapelable.
Se pasó una mano por el rostro, tenso. Llevaba horas sin dormir, dando vueltas en su cama, escuchando el eco de su propia respiración, preguntándose en qué momento esa mujer —la niñera de su hija— se había colado debajo de su piel.
Un golpe seco contra la puerta lo sacó de sus pensamientos.
—¿Qué? —soltó sin girarse.
La puerta se abrió de golpe y allí estaba Mariela.
Vestía un traje entallado color burdeos, c