La ciudad despertaba bajo un cielo encapotado, donde las nubes bajas parecían querer tragarse las torres de los edificios. El aire húmedo arrastraba un olor a tierra mojada y a hierro oxidado, como si la tormenta de días atrás hubiese dejado impregnada una advertencia en cada esquina. El rumor de los neumáticos sobre el asfalto mojado se mezclaba con el ulular ocasional de una sirena lejana. Los charcos multiplicaban las luces de los semáforos en destellos rojos y verdes que parpadeaban cansados, como ojos que luchaban por mantenerse abiertos.
En su oficina, Maximiliano repasaba por enésima vez los informes que el psicólogo infantil había entregado. Los folios estaban llenos de tecnicismos, observaciones y frases ambiguas, pero en ninguno había una declaración clara que pudiera asegurarle al juez que Emma sufría maltrato psicológico. Pasaba las hojas con brusquedad, y el papel crujía como si también compartiera su enojo.
Sus dedos golpeaban la mesa en un ritmo irregular, a veces rápid