La mañana amaneció gris, como si el cielo hubiera decidido acompañar el peso que Ana llevaba en el pecho. Una lluvia fina y constante golpeaba los cristales del dormitorio, dibujando caminos irregulares que se unían y separaban como si compitieran por llegar al marco de la ventana. El sonido, suave, pero persistente, se mezclaba con el eco lejano del tráfico matinal y con un murmullo eléctrico que anunciaba tormenta.
Ana se removió en la cama, sintiendo un malestar que iba más allá del cansancio. El estómago le dio una punzada, obligándola a girar sobre un costado y taparse la boca. No tardó en levantarse y caminar descalza hacia el baño, la madera del suelo fría bajo sus pies. Apenas tuvo tiempo de inclinarse sobre el lavabo antes de que las náuseas la obligaran a cerrar los ojos y aguantar el mareo.
Respiró hondo, buscando calma, mientras el sabor amargo le subía a la garganta. Cuando al fin se enderezó, se aferró al borde del lavamanos como si fuera un ancla. El espejo le devolvió