El cielo de media mañana estaba cubierto por una capa espesa de nubes, de ese gris que no termina de decidir si se abrirá para dejar pasar el sol o si descargará un aguacero en cualquier momento. El viento arrastraba un olor salobre, mezclado con el aroma lejano del pan recién horneado de la panadería de la esquina.
Ana Lucía se despertó tarde, más tarde de lo que esperaba. El reloj digital marcaba las once y diecisiete cuando por fin logró apartar las sábanas de encima. El calor atrapado bajo ellas había formado un microclima tibio, y salir de allí la hizo estremecerse.
El apartamento estaba en silencio. El eco del tráfico llegaba amortiguado desde la calle y el único sonido constante era el golpeteo suave del agua filtrándose desde el grifo de la cocina. Afuera, una llovizna fina comenzaba a empañar los cristales.
Mariela no la había vigilado más, necesitaba su auto en buen estado y así poder vigilarla bien. Era como si el día también le hubiera concedido a Ana un pequeño respiro.
S