El reloj de pared del apartamento marcaba las cuatro y treinta y siete de la tarde, el segundero avanzando con un tic-tac que parecía más lento de lo normal, como si también supiera que algo importante estaba a punto de suceder. Afuera, el cielo se había vestido de un gris espeso, casi metálico, y el aire cargado de humedad anunciaba que la lluvia no tardaría en caer. El viento golpeaba las ventanas en pequeñas ráfagas frías, haciendo que los cristales vibraran con un sonido leve pero constante. El aroma tenue del café que había quedado desde la mañana aún flotaba en el ambiente, mezclado con un dejo a polvo húmedo que llegaba desde la calle.
Ana Lucía empujó la puerta del apartamento con más lentitud de lo normal. La manilla se le hizo pesada, como si tuviera que arrastrar con ella el peso de todo lo que sentía. Entró con pasos cortos, medidos, sin levantar apenas la vista. Su amiga iba detrás, cerrando la puerta con un cuidado inusual, como si temiera que un golpe brusco pudiera rom