La lluvia aún no cesaba cuando Ana Lucía cruzó el umbral de la mansión, envuelta en un abrigo largo y con el cabello húmedo pegado a las sienes. El portón se cerró tras ella con un golpe suave, y lo primero que percibió fue el olor a madera mojada y a cera de vela encendida. Las luces cálidas del vestíbulo iluminaban el mármol pálido del piso, y un leve murmullo provenía de alguna habitación lejana, quizás la televisión encendida o el viento susurrando en los ventanales.
Se sacudió el abrigo con manos cansadas, colgándolo en el perchero. Llevaba la mente saturada de preocupaciones: el regreso de su abuela, la responsabilidad, la ausencia. Pero lo que más pesaba era el presentimiento ineludible de que algo andaba mal. Lo notó al instante, como un silencio distinto en la atmósfera.
Caminó descalza por el pasillo, con pasos cuidadosos. Las luces de la galería estaban apagadas, pero la puerta del dormitorio de Maximiliano entreabierta. Empujó con delicadeza.
Lo encontró recostado en la ca