La luz matinal se filtraba por los ventanales de la mansión como una caricia tibia, derramando reflejos dorados sobre los muebles de madera oscura y los pisos relucientes. Ana Lucía respiró profundo, sintiendo el aroma del pan tostado mezclado con café recién hecho. Caminaba descalza por el pasillo, con el cabello recogido en un moño bajo y una blusa blanca arremangada. Esa mañana todo iba a cambiar. Lo había decidido con firmeza. Su presencia debía retroceder para que Emma encontrara su propio equilibrio, sin interferencias emocionales.
En la cocina, la pequeña estaba sentada a la mesa, con las piernas colgando y la mirada clavada en la ventana. Llevaba un suéter lila que le quedaba grande y el cabello peinado con dos coletas mal hechas que Catalina le había hecho sin mucha paciencia.
—Buenos días, princesa —dijo Ana Lucía con una sonrisa suave mientras se acercaba—. ¿Dormiste bien?
Emma apenas asintió, sin mirarla.
El corazón de Ana Lucía se encogió, pero no dejó que se notara. Se i