El reloj marcaba las 8:12 p. m. cuando el auto de Maximiliano se detuvo frente a la entrada principal de la mansión. La noche se había posado sobre la ciudad como un manto denso, y el jardín, vestido de sombras y susurros, estaba iluminado solo por las luces cálidas que bordeaban el sendero de piedra. Una brisa fresca se deslizaba entre los arbustos, moviendo apenas las hojas de los rosales recién podados. No se escuchaba más que el leve zumbido de los faroles encendidos y el canto aislado de un grillo oculto entre la vegetación.
Maximiliano no avisó de su llegada. No lo necesitaba. Aquella casa era suya, su dominio, su refugio. Y esa noche, más que cualquier otra, necesitaba comprobar por sí mismo lo que intuía: que Catalina no había cambiado. Que su regreso no era más que otro acto de una obra manipuladora escrita para su propio beneficio.
Cerró la puerta del auto con suavidad, sin hacer ruido. Cruzó el sendero lentamente, con el ceño levemente fruncido, las manos en los bolsillos d