El reloj digital sobre el escritorio de Maximiliano marcaba las 7:19 a. m.
Los ventanales altos dejaban pasar los primeros rayos de sol, tibios y pálidos, que coloreaban con tonos dorados el suelo pulido de la oficina. A lo lejos, la ciudad apenas despertaba; el murmullo de los autos empezaba a ascender como un eco lejano, amortiguado por los cristales dobles del edificio.
El silencio era casi absoluto, interrumpido solo por el zumbido de la cafetera y el crujir tenue de las hojas de papel que se deslizaban bajo los dedos de Maximiliano. Llevaba más de una hora ahí. La empresa estaba prácticamente vacía. Solo algunos empleados madrugadores comenzaban a llenar los pasillos con pasos veloces y voces apagadas.
Se había marchado antes del desayuno.
Antes de que Emma despertara.
Antes de que Catalina saliera siquiera de sus sueños.
Lo necesitaba. Porque la mansión ya no se sentía suya desde que ella había vuelto.
El aire se le hacía denso, la casa pesada.
Como si su propio hogar lo hubiese