La luz del sol ya se había desvanecido sobre los ventanales de la mansión. Catalina paseaba de un lado a otro por el salón principal con los brazos cruzados, los tacones retumbando sobre el mármol con un ritmo seco y molesto, como latidos de impaciencia. Cada sombra que avanzaba sobre el suelo la inquietaba. Cada minuto que pasaba sin la llegada de Maximiliano le hervía la sangre.
Había pensado que al regresar, todo volvería a su eje: su hija, su hogar. Que solo bastaría su presencia elegante, su perfume costoso, sus promesas suaves. Pero no contaba con esa mujer: Ana Lucía.
Emma, en cambio, estaba sentada en la alfombra mullida del estudio, rodeada de muñecas, peines, lazos y una tiara plateada que pretendía colocarle a su muñeca favorita. Lucía, la niñera, se había ausentado solo por un rato, y Catalina había aprovechado para “jugar con su hija”, aunque la palabra jugar era un eufemismo. En realidad, se limitaba a observarla mientras desordenaba su propio mundo de fantasía.
—¿Me hac