El auto se detuvo suavemente frente al colegio. Afuera, los niños bajaban corriendo de los vehículos entre risas y voces emocionadas, algunos saludaban con entusiasmo a sus maestras, otros se aferraban a los brazos de sus padres.
Pero dentro del lujoso automóvil negro, el ambiente era muy distinto.
Catalina giró el rostro hacia su hija, observándola con atención. Emma miraba por la ventana, con la mochila en el regazo y los labios apretados. No había ni un atisbo de alegría en su expresión, solo una quietud tensa que no pasaba desapercibida.
—¿Estás bien, Emma? —preguntó Catalina, forzando un tono suave.
La niña asintió sin mirarla.
—¿No te gustó que yo te trajera hoy?
Emma dudó, y luego negó con la cabeza muy despacio.
—No, sí… sí me gustó. —Susurró, sin convicción—. Me encanta que vengas… Eres mi mamá.
Catalina la miró con intensidad. Algo en esa respuesta la incomodó. No bastaba. No sonaba real. Era como si le repitiera algo que había memorizado, y no algo que sintiera.
—¿Tú me qui