Huida desesperada

Calvin Monteverde

El amanecer asomaba tímidamente en el horizonte, pero para mí, el tiempo parecía detenido en un limbo asfixiante. Conducía por una carretera desierta, rodeado de árboles y montañas. El motor de mi camioneta rugía suavemente mientras mis ojos vigilaban cada sombra, cada curva, cada movimiento en el retrovisor. La sangre seca en mis manos y mi camisa era un recordatorio de lo que había ocurrido horas atrás. Había escapado por los pelos de un intento de asesinato, y dos de mis hombres estaban muertos después del intento de secuestro fallido. Ahora, solo tenía una misión: proteger a Patricia y a nuestro hijo, aunque eso significara despedirme de ellos para siempre.

El teléfono vibró en el asiento del copiloto. Era Rafa. Mi hermano, siempre tan calmado, siempre tan lógico, era el único en quien podía confiar plenamente. Apreté el volante con fuerza antes de contestar.

—¿Qué pasó, Rafa? —pregunté, mi voz tensa y cargada de frustración.

—No pudimos salir —respondió él, con un tono grave que me hizo maldecir en silencio—. Hay movimientos extraños en el aeropuerto, Calvin. La seguridad está fuera de lo normal. Es como si supieran que íbamos a intentar escapar.

Sentí que un peso enorme caía sobre mis hombros. Los Lobos de Hierro. Su red de contactos era más extensa de lo que había imaginado. No solo me estaban cazando a mí, también estaban bloqueando cualquier ruta de escape para mi familia.

—¿Dónde están ahora? —pregunté, tratando de mantener la calma.

—En el hotel cerca del punto de siempre. ¿Qué hacemos? —Rafa sonaba preocupado, pero también sabía que estaba esperando una decisión firme de mi parte.

Cerré los ojos por un segundo, tratando de pensar con claridad. No había tiempo. Si el aeropuerto no era seguro, lo único que quedaba era traerlos de vuelta y buscar otro plan.

—Tráelos al punto de siempre —dije con voz firme—. Yo los recogeré allí.

—¿Estás seguro? —preguntó Rafa, con un deje de duda—. Calvin, esto puede ser una trampa.

—No hay tiempo para dudas, Rafa. Hazlo. Nos vemos allí en una hora.

Colgué antes de que pudiera responder y arrojé el teléfono al asiento. Mi mandíbula estaba tan tensa que me dolía, y mi mente era un torbellino de pensamientos. Había mandado a Patricia y al niño fuera del país para protegerlos, pero ahora ni siquiera eso era posible.

Llegué al punto de encuentro con quince minutos de anticipación. Era un terreno baldío, alejado de la carretera principal, rodeado de arbustos y maleza. A lo lejos, se veía una vieja estación de tren abandonada. Bajé del auto y me apoyé contra la puerta, sacando un cigarrillo que encendí con manos temblorosas. Mis hombres, aunque alertas, se mantenían en silencio, respetando mi espacio.

Cuando vi las luces del auto de Rafa acercándose, mi corazón dio un vuelco. Patricia estaba ahí, junto con nuestro hijo. Aunque sabía que lo hacía para protegerlos, me dolía haberlos arrastrado a esta pesadilla.

El auto se detuvo frente a mí, y Rafa salió primero, con esa expresión seria que siempre tenía cuando la situación era grave. Patricia bajó detrás de él, sosteniendo a nuestro hijo, que dormía en sus brazos.

—No vimos a nadie, pero algo no está bien —dijo Rafa en voz baja mientras me estrechaba la mano—. El aeropuerto estaba demasiado vigilado, y había caras que no me gustaron. Esto no es casualidad.

Asentí, sin apartar la mirada de Patricia. Se veía agotada, pero también confundida y aterrada. Sabía que no entendía la magnitud de lo que estaba pasando, y que tarde o temprano tendría que explicárselo todo.

—¿Por qué no me llamaste antes? Los hacía lejos.

—Por seguridad, creí que nos seguían y quise estar en un lugar seguro antes de llamarte.

Asentí.

—Rafa, gracias por traerlos —dije, dándole una palmada en el hombro.

Él asintió, pero su mirada era fría. Rafa nunca había estado de acuerdo con las decisiones que tomaba en mi vida, y aunque me respetaba como su hermano mayor, no podía ocultar su desaprobación.

—Cuídate, Calvin. La cosa se está poniendo fea.

Lo vi subir al auto y alejarse, llevándose consigo una parte de mi confianza. No podía culparlo por su frialdad; él siempre había sido más centrado, más lógico. Pero esta vez, yo estaba solo con mi caos.

—Calvin, quiero que me cuentes que ocurre necesito saber la verdad —instó Patricia de repente, su voz temblorosa mientras acomodaba al niño en sus brazos.

—Suban al auto —ordené, ignorando sus palabras por el momento.

Una vez que estuvimos en camino, el silencio en el vehículo era abrumador. Patricia se limitaba a mirar por la ventana, mientras yo intentaba concentrarme en la carretera. Pero sabía que no podía evitar la conversación por mucho más tiempo.

—Calvin, dime la verdad. ¿Qué está pasando? ¿Por qué no pudimos salir del país? ¿Por qué estamos huyendo? —Su voz se quebró al final, y pude sentir su miedo y su desesperación.

Suspiré profundamente, sabiendo que no había manera de suavizar lo que tenía que decir.

—Las cosas se complicaron, Patricia. Hay personas muy peligrosas que están detrás de mí, y eso significa que también podrían ir detrás de ti y del niño.

Ella se giró hacia mí, con los ojos llenos de lágrimas y confusión.

—¿Por qué? ¿Qué has hecho, Calvin? Pensé que solo tenías negocios legítimos.

—No es tan simple —respondí, apretando el volante con fuerza—. Y no importa ahora. Lo importante es que entiendas que estas personas no se detendrán.

—¿Y mi familia? ¿Qué hay de mi abuelo? Él puede ayudarnos, Calvin.

Su mención del abuelo me hizo detenerme. Patricia no sabía la verdad, pero tenía que decirlo.

—Tu abuelo está con los Castellón —dije con frialdad—. Y los Castellón están de parte de las personas que quieren matarme.

Ella se quedó helada, como si no pudiera procesar lo que acababa de escuchar.

—A partir de ahora, no puedes hablar con tu hermana Mónica ni con nadie de tu familia. Ni siquiera intentes comunicarte con ellos. Si lo haces, pondrás nuestras vidas en peligro.

—¿Qué estás diciendo, Calvin? ¡Es mi familia!

—No más, Patricia. —Mi voz fue más dura de lo que pretendía—. Si quieres que el niño esté a salvo, harás lo que te digo.

El resto del camino fue un silencio tenso. Cuando llegamos al refugio, mis hombres se encargaron de llevar al niño adentro mientras Patricia y yo nos quedábamos afuera. Su rostro estaba pálido, y su cuerpo temblaba, pero no sabía si era por el frío o por el miedo.

—Calvin, no entiendo nada de esto. ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Por qué te metiste con esa gente?

Ignoré su pregunta y me dirigí a otro auto, sacando una caja que contenía un USB, fotos, documentos y un objeto envuelto en un pañuelo.

—Aquí tienes información importante —dije mientras se lo entregaba—. Necesito que lleves esto a las central de la FIAC y pidas protección como testigo. Es la única manera de mantenerlos a salvo.

Ella me miró como si no pudiera creer lo que estaba diciendo, pero finalmente asintió.

—¿Qué?

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