Chiquilla Traviesa

Bruno

La puerta principal de la mansión se cierra tras Marco. No necesito verlo para saber que se está alejando, su sombra apenas cruza el umbral cuando Cindy me observa con el ceño ligeramente fruncido. Como si supiera algo que yo no, o como si pensara que le estoy ocultando algo. No le respondo con palabras, solo arqueo una ceja, desafiándola en silencio. Ella, en cambio, decide acercarse con esa travesura en la mirada que ya me tiene alerta.

Sabe cómo provocarme. Siempre lo ha sabido.

Cuando la tengo a unos centímetros, su aroma me envuelve, y antes de que pueda decidir si quiero que se acerque más, ya tengo sus labios sobre los míos. No es un beso cualquiera. Es fuerte, hambriento, dominante, el tipo de beso que nos incendia a los dos. Mis manos se aferran a su cintura y la atraigo con rudeza contra mi cuerpo. Ella gime suavemente contra mi boca, y el sonido me enciende más. Me gusta tomarla así, con firmeza, con posesión, porque es mía y lo sabe.

Cuando nos separamos, ella sonríe con una picardía que me jode la cabeza.

—Acompáñame arriba —murmura, con esa voz dulce que solo usa cuando quiere algo.

—Acabo de llegar, Cindy.

—Y eso qué.

Quiere discutir, pero la corto con una mirada. Ella frunce los labios, pero en vez de enfadarse, me toma de la muñeca y me jala suavemente hacia las escaleras. No me resisto. Solo la sigo, con mi usual gesto serio.

—No entres —advierte cuando llegamos a la puerta de nuestra habitación—. Solo quédate aquí.

Cruzo los brazos, observándola con sospecha.

—¿Qué coño estás tramando?

Ella solo sonríe.

—Hazme caso, por una vez en tu vida.

Me quedo en la puerta, apoyado contra el marco, esperando. No suelo ser paciente, pero con Cindy todo es diferente. A los pocos minutos, escucho movimientos dentro. Muebles que se arrastran, algo que cae. Contengo un suspiro de fastidio, pero no me muevo.

Pasan unos quince, veinte minutos. Empiezo a cansarme.

—Cindy.

—Un momento.

Chasqueo la lengua. Estoy por abrir la puerta, pero entonces la escucho:

—Entra.

Giro el pomo y empujo la puerta. La habitación está oscura, pero una tenue luz violeta ilumina el ambiente. Me toma unos segundos acostumbrarme a la penumbra, pero entonces la veo.

Y joder.

Tiene el pelo mojado… ¿Se ha bañado?

Cindy está en el centro de la habitación, con un traje de policía que apenas cubre su cuerpo. La falda azul es ridículamente corta, la blusa blanca está ajustada a su piel, los botones abiertos lo suficiente para dejar ver su escote. Botas negras hasta las rodillas que la hacen ver más alta. En una de sus manos sostiene unas esposas de metal brillante.

Y en el medio de la habitación, justo frente a ella, hay una única silla.

Levanta la barbilla, con esa actitud desafiante que me vuelve loco.

—He escuchado que usted es un hombre muy peligroso, señor Delacroix.

Cruzo los brazos, disfrutando del espectáculo.

—¿Ah, sí?

Ella asiente, juguetona.

—Me temo que voy a tener que arrestarlo.

—¿Sí? ¿Y quién cojones te ha dicho eso?

—Mis fuentes son confidenciales.

Doy un paso hacia ella. Se pasea alrededor de la silla con gestos lentos. ¿Dónde ha aprendido eso? La habitación huele a su perfume mezclado con un ligero toque de vainilla. Me gusta. Me gusta demasiado.

—No creo que tengas las agallas para arrestarme.

Ella sonríe, sin inmutarse.

—¿Quieres apostar?

Levanta las esposas y las hace sonar, como un reto.

M****a.

Mis ojos se desvían hacia la cama. Sobre las sábanas oscuras hay una venda de seda, tal vez una corbata. Cindy realmente ha planeado esto.

Me paso la lengua por los labios, observándola. Joder, se ve bien. Demasiado bien.

—¿Así que te crees muy valiente?

—Soy la ley, cariño. —Sonríe con malicia y da un paso más—. Y la ley no teme a los criminales.

—¿De qué se me acusa exactamente? —le miré los pechos y la línea céntrica de su abdomen que me lleva al ombligo. Me está poniendo la polla dura, y solo pienso en qué ha empezado a calentarme de una forma peligrosa.

Antes de que pueda responder, la atrapo. Un tirón y la tengo contra mí, su espalda pegada a mi pecho, su respiración acelerada. Mi mano se cierra en su cintura con fuerza, mi boca se inclina hasta su oído.

—¿Y ahora qué, oficial? —mi voz es ronca, y ni siquiera sé porqué coño estoy siguiendo su juego.

Ella se estremece, pero no se rinde.

—Ahora… —levanta las muñecas, sosteniendo las esposas— te esposaré y te interrogaré.

Me río, una risa baja y gutural.

—¿Interrogarme? ¿Así llamas ahora a lo que tienes en mente?

Ella se gira en mis brazos y me mira con esos ojos azules de hielo que tanto me joden la cabeza. Apoya las manos en mi pecho, deslizando los dedos sobre mi camisa.

—Tal vez tenga métodos poco ortodoxos.

—Me imaginé.

Me sorprende, tomándome de la muñeca y empujándome hacia la silla. Me dejo hacer, curioso. Cuando me siento, ella se inclina sobre mí, rozando su boca contra la mía.

—¿Se va a portar bien o tengo que usar la fuerza?

Sonrío de lado.

—Prueba suerte.

Las esposas hacen un sonido metálico cuando las cierra en torno a mis muñecas. Mi instinto me dice que me libere, que yo no soy un cabrón que se deja atar. Pero Cindy tiene esa maldita habilidad de hacer que me olvide de todo.

Ella se endereza y me observa, satisfecha.

—Muy bien. Ahora, Bruno, dígame… ¿Cuáles son sus crímenes? —se gira a la cama acariciando una de mis corbatas y al inclinarse me deja ver qué no tiene bragas.

Me mojo los labios.

Levanto la cabeza y la miro directamente a los ojos.

—No creo que puedas con todo eso la verdad.

Ella sonríe.

—¿Con todo el qué?

Vuelvo a mirar su falda y su escote, mi polla grita por ser liberada de inmediato.

Joder.

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