Lía
La noche nunca fue amiga de la tranquilidad cuando los secretos del bosque comenzaban a despertar. Mientras la luna giraba lenta y orgullosa sobre el cielo, yo estaba despierta, mirando a través del cristal de la ventana de nuestra pequeña cabaña, donde los susurros parecían cobrar vida propia. Esa sensación de que el viento no era solo viento, que las hojas no solo caían, sino que hablaban, me tenía en vela.
Los niños dormían, o al menos eso creía, pero sus respiraciones eran agitados, sus cuerpos se movían inquietos bajo las mantas. Sus sueños no eran simples juegos de inocencia, sino mundos oscuros y fragmentados donde voces desconocidas cantaban canciones que yo no reconocía.
Me acerqué a sus camas para tocar sus frentes, comprobar que estaban cálidas, vivas. Eian, el mayor, murmuró palabras inconexas. “Mamá… papá… peligro… luna roja…” Me congelé. Su voz, pequeña y temblorosa, parecía traspasar mi pecho, arrancando viejas heridas que aún sangraban en silencio.
Mis dedos rozaro