5

Kael

Nunca imaginé que regresaría a esa cabaña con una mezcla de miedo, esperanza y culpa clavados en el pecho como cuchillas. La misma cabaña donde la luna nos había marcado a fuego, donde nuestras vidas se habían torcido para siempre. Cinco años habían pasado desde que Lía desapareció, llevándose consigo algo que no supe cómo retener: su amor... y mis hijos.

Ahora estaba frente a ella, con la esperanza —quizás loca, quizás suicida— de que me diera la oportunidad de ser algo que había negado, o que me había negado a mí mismo: padre y compañero.

—Lía —mi voz sonaba áspera, rota—. No quiero excusas. No quiero culpas. Solo quiero conocerlos. Quiero que me dejes ser su padre.

Ella me miró, y en sus ojos vi todo el fuego y hielo que siempre me había encantado y aterrorizado. Sosteniendo las manos de los trillizos, tan parecidos a mí y, sin embargo, tan diferentes, la veía como quien se acerca a una roca que sabe que puede partirle la cabeza.

—¿Y por qué debería? —su tono fue desafiante, aunque sus ojos no dejaron de buscar los míos—. ¿Porque fuiste un Alfa que eligió el deber sobre el amor? ¿Porque me rechazaste y me obligaste a criar a nuestros hijos sola?

Ese fue el golpe que esperaba. Pero no era el momento de huir.

—Porque ahora sé que estaba equivocado —confesé, acercándome apenas—. Porque aunque me esforcé por olvidarte, la luna siempre me llevó de vuelta a ti y a ellos.

Lía no respondió. Solo apretó los dedos de los niños contra su pecho, como si con ese gesto protegiera su alma y la de ellos.

Entonces ella habló, con voz baja, casi un susurro lleno de advertencia:

—No son solo niños, Kael. Tienen dones que no podemos controlar. Si despiertan sin cuidado, despertarán algo peor... algo que duerme bajo las raíces del bosque. Un mal antiguo, ligado a la luna roja.

Sentí cómo un frío recorrió mi cuerpo. Siempre había sentido esa sombra, una amenaza oculta en las leyendas, un peligro latente en la sangre de nuestra manada. Pero hasta ese momento, la había relegado a historias de fuego junto al hogar. Ahora era real.

—¿Qué clase de mal? —pregunté, con un nudo en la garganta.

—No sé exactamente —admitió ella—, solo sé que debemos ser cautelosos. Que cada poder que ellos despierten podría acercarnos al abismo.

El silencio entre nosotros era denso, casi palpable. La tensión crecía y se mezclaba con algo más primitivo, algo que aún nos unía pese a los años y las heridas.

Más tarde, en la cabaña, las paredes parecían cerrarse sobre nosotros.

Lía me lanzó una mirada que quemaba, pero sus labios temblaban con la rabia contenida.

—¿Por qué no viniste a buscarnos? —exigí, incapaz de ocultar la frustración que me devoraba.

Ella cruzó los brazos, firme.

—Porque me rechazaste. Porque el consejo te obligó a elegir y tú elegiste apartarme, apartarnos. Me abandonaste con tres hijos y ninguna certeza.

Un silencio hiriente cayó entre nosotros.

—Pensé que estabas mejor sin mí —dije, la voz quebrada.

—No era mejor. Pero aprendí a sobrevivir. Y no voy a dejar que entres a mi vida y la arruines otra vez.

Nos acercamos sin darnos cuenta, como dos fuerzas opuestas que se atraen irremediablemente. El aire se llenó de electricidad.

Su mano rozó la mía.

Un suspiro escapó de sus labios.

Los segundos se alargaron hasta que nuestros cuerpos se buscaron en un movimiento que parecía dictado por el mismo instinto.

Los labios se rozaron, tibios, con el fuego del recuerdo ardiendo entre nosotros.

Pero justo cuando creí que todo podía romperse para bien, un golpe en la puerta nos sacudió.

Los niños.

Nos separamos, mirándonos con una mezcla de deseo frustrado y dolor silencioso.

—Espera —dijo ella, recogiendo la compostura—. No podemos hacer esto ahora.

Elan, el mayor, asomó la cabeza con curiosidad, seguido por Dalia e Isla, los ojos grandes, brillantes, expectantes.

La tensión entre Lía y yo no disminuyó, sino que se hizo más densa.

Me acerqué a ellos, dudando, queriendo ser el padre que no fui.

—Hola —susurré—. Soy Kael.

Los trillizos se miraron entre ellos y luego me observaron con esa mezcla de inocencia y algo inexplicable, como si ya supieran quién era yo.

Esa noche, cuando la luna llena bañaba el bosque con su luz plateada, Lía y yo nos sentamos frente a la chimenea.

El fuego chisporroteaba, pero la atmósfera estaba cargada de palabras no dichas y heridas abiertas.

—¿Sabes? —empecé—. No sabía que podía amar hasta que te perdí.

Ella me miró con ojos llenos de lágrimas contenidas y me respondió con una voz quebrada:

—Entonces prepárate para perderme otra vez.

Porque a veces, el amor es un campo de batalla donde ninguno quiere ceder, pero ambos saben que sin ese riesgo, nada vale la pena.

Y ahí estábamos, dos almas rotas intentando reconstruirse, sabiendo que quizá ya era demasiado tarde para un Alfa, pero aún con ganas de intentarlo.

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