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El amanecer se filtraba perezosamente entre las cortinas de la habitación principal. Lía observaba el techo, inmóvil, mientras escuchaba la respiración acompasada de Kael a su lado. No había dormido en toda la noche. Las imágenes del ataque seguían reproduciéndose en su mente como una película macabra: los gritos, la sangre, el miedo en los ojos de sus hijos.

Se incorporó con cuidado para no despertar a Kael. Su cuerpo aún dolía, pero las heridas físicas sanaban con rapidez gracias a su naturaleza. Las otras, las que no se veían, eran las que la mantenían en vela.

—¿A dónde vas? —la voz ronca de Kael la detuvo cuando intentaba levantarse.

—Necesito aire —respondió sin mirarlo.

La mano de él atrapó su muñeca con suavidad pero firmeza. Desde el ataque, Kael se había vuelto una sombra constante, como si temiera que ella se desvaneciera si apartaba la mirada.

—Puedo acompañarte.

—Necesito estar sola, Kael.

Algo en su tono debió alertarlo, porque la soltó de inmediato. Lía sintió su mirada
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