El aullido de alarma rasgó la noche como una daga afilada. Lía se incorporó de golpe en su cama, con el corazón martilleando contra sus costillas. No era un aullido cualquiera; era la señal de alerta máxima de la manada. Algo estaba terriblemente mal.
Se vistió a toda prisa mientras escuchaba pasos apresurados por los pasillos de la casa principal. Cuando abrió la puerta, se encontró con el rostro tenso de Kael.
—Quédate con los niños —ordenó él, con la voz ronca y los ojos brillando con un destello dorado—. Hemos detectado intrusos en el perímetro sur.
—¿Quiénes son? —preguntó Lía, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
—No lo sabemos con certeza, pero llevan el olor de la manada de Roark —respondió, apretando la mandíbula—. Es la tercera vez este mes que nos encontramos con sus rastros demasiado cerca de nuestro territorio.
Lía frunció el ceño. Algo no encajaba.
—Es imposible que sepan exactamente dónde atacar cada vez. Conocen nuestros puntos débiles, Kael.
El Alfa la miró fi