En casa de Miguel, Clara, con el bebé en brazos, esperaba con impaciencia que su madre contestara la llamada. El niño lloraba sin parar, y cada sollozo se le metía en la cabeza como un martilleo insoportable.
Frunció el ceño y caminó de un lado a otro por la habitación, moviendo apenas el cuerpo en un intento torpe de calmarlo. Nada funcionaba. El sonido de su llanto la irritaba más con cada segundo que pasaba.
Aquel bebé siempre le recordaba a ese hombre. La semejanza en sus rasgos era demasiado evidente: la boca, los pómulos, hasta la manera en que fruncía el ceño al llorar. Clara lo observó con frialdad, y en sus ojos se reflejó un destello de fastidio que no se molestó en ocultar.
—Ya cállate… —murmuró entre dientes, con una voz más dura de lo que había planeado.
El