El intento de acercamiento de Miguel se interrumpió con la llegada de los policías, pero el caos estaba lejos de terminar. Clara, con los ojos realmente rojos color sangre y una furia que rivalizaba con la de Miguel, vio a los oficiales entrar y supo que su fuga temporal había terminado. Pero no estaba dispuesta a rendirse.
En un acto de puro cálculo desesperado, empujó al niño, que aún lloraba desconsolado, directamente contra el pecho de Martín.
—¡Tómalo! —le escupió, aprovechando la confusión mientras Martín, por instinto, recibía al pequeño.
Ese segundo de distracción fue todo lo que necesitó. Como un relámpago, Clara esquivó a un sorprendido policía y salió disparada por la puerta abierta del apartamento. Sus ojos habían localizado las llaves del auto de Martín, que él había dejado descuidadamente sobre una mesa de entrada en su prisa por seguir a Miguel.
—¡Alto! —gritó uno de los agentes, pero ella ya estaba en el pasillo.
Martín, con el niño en brazos, maldijo entre dientes.
—¡