El silencio en el pasillo del hospital era pesado, cargado de la acusación no aclarada que pendía en el aire como un humo tóxico. Martín miraba a Sebastián con una expresión que había transformado la angustia en una desconfianza hiriente.
—No fue así, Martín —intentó Sebastián, buscando las palabras correctas en medio del caos—. Déjame explicarte…
—¿Explicar? —lo interrumpió Martín, con una risa amarga y cortante—. ¿Explicar qué? ¿Cómo fue que decidieron jugar a ser Dios con la salud de mi amigo? —Avanzó un paso; su volumen aumentaba con cada paso que daba, atrayendo miradas de otros visitantes en el pasillo—. ¿Fue idea tuya? ¿O fue de ese… ese enfermero siniestro? ¿Se divirtieron planificando cómo dejarlo paralítico para que no fuera una molestia para ti?
—¡Martín, por favor, baja la voz! —rogó Sebastián, sintiendo que la situación se le escapaba de las manos—. No fue así. Fue una estupidez, lo sé, pero no fue con esa intención.
—¡Claro que no! —espetó Martín, sarcástico—. Solo querí