Sebastián había alcanzado a avanzar algunas calles cuando llevó su mano al bolsillo y se dio cuenta de que había dejado las llaves atrás. Se detuvo de repente y soltó un largo suspiro. A pesar de que refunfuñó en voz baja por su descuido, decidió regresar antes de que Sofía cerrara la tienda. Sin embargo, al llegar, la campanilla permanecía en silencio y el interior estaba a oscuras.
Llamó su nombre varias veces, primero con calma y luego con creciente desesperación, pero no hubo respuesta. Sacó su teléfono con manos temblorosas, intentó comunicarse una y otra vez, sin obtener señal alguna de ella.
Fue entonces cuando, en medio de la confusión, notó un brillo en el suelo.
Se inclinó y reconoció su propio llavero, caído entre el polvo y las piedras de la acera. Su respiración se agitó al instante. El frío del metal en su palma confirmó lo que su mente no quería aceptar: Sofía había salido de allí y algo le había sucedido. El aire le pesaba en los pulmones, como si cada bocanada se nega