Martín la llevaba hacia su casa, el silencio en el auto era tan denso como el aire antes de una tormenta. Sofía no dijo nada en todo el trayecto. Se mantuvo mirando por la ventana, con las manos firmemente entrelazadas sobre el regazo. Martín no insistió. Quizás porque intuía que algo había pasado. Quizás porque él mismo no tenía respuestas.
Cuando se acercaban a la parada de autobús, Sofía le hizo una seña, pidiéndole que la dejara allí. Martín frunció el ceño.
—Te dejo en casa, no hay problema —dijo, sin entender.
Pero ella negó con la cabeza con suavidad y, de nuevo, hizo señas: «Aquí está bien».
Martín estacionó, resignado, y se limitó a observarla mientras bajaba. Ella cerró la puerta con cuidado, sin despedirse, y comenzó a caminar en dirección contraria a la parada, alejándose del camino hacia su casa.
Martín se quedó allí unos segundos más, con la mirada fija en su figura mientras se alejaba. Algo no cuadraba. Pero terminó arrancando el auto con un suspiro pesado y se fue.
Sof