La mañana comenzó sin sobresaltos. Miguel le propuso a Sofía que lo acompañara a la oficina, argumentando que así podrían ir juntos al hospital después del trabajo. Ella aceptó sin discutir. Tal vez porque el silencio entre ambos aún arrastraba el peso de la conversación inconclusa de la noche anterior, o tal vez porque, en el fondo, la idea de permanecer cerca de él —aunque fuera en un ambiente impersonal como el trabajo— le ofrecía algo de calma.
La jornada transcurría entre informes y reuniones cuando, de repente, la puerta de la oficina se abrió de golpe. Martín irrumpió en la habitación, su rostro crispado por la molestia.
—Miguel, ¿por qué le haces esto a Clara? —preguntó él con cierto descontento.
A su lado apareció Clara, su figura temblorosa contrastando con la firmeza de Martín. Los ojos de ella estaban enrojecidos, hinchados por las lágrimas, y su cabello, normalmente impecable, caía desordenado sobre su rostro. La seguridad de la recepción había intentado detenerla por no