Capítulo 04 «Ha vuelto»

Miguel entró en la habitación con una caja en las manos. La dejó sobre la cama sin decir una palabra y la abrió lentamente. Dentro, había un vestido de gala color marfil, bordado con delicadeza, y junto a él, un par de tacones del mismo tono. También había un estuche pequeño con joyas discretas pero costosas.

—Quiero que uses esto esta noche —dijo, mientras sus ojos recorrían su figura de forma evaluadora—. Vendrá una maquilladora en una hora.

Sofía acarició la tela con la yema de los dedos. No preguntó por qué. Lo sabía. Esa noche era la fiesta de bienvenida de Clara.

»¿Debería llevar el audífono? —preguntó en señas.

Miguel negó con la cabeza.

—No. Todos usaremos lenguaje de señas. No lo necesitas.

Sofía comprendió lo que no fue dicho: no debía escuchar lo que dirían de ella, ni lo que él pudiera decirle a Clara. Se limitó a asentir y llevó el vestido al vestidor.

Horas más tarde, bajó las escaleras con el cabello recogido en un moño bajo, los labios pintados de rojo suave y el vestido cayendo con elegancia hasta sus tobillos. Miguel la esperaba en la entrada, también vestido de gala; su corbata combinaba a la perfección con el vestido de Sofía. La observó con atención, luego le ofreció el brazo.

—Estás hermosa —le dijo con una sonrisa honesta.

Sofía le devolvió la sonrisa sin palabras. Él solo estaba haciendo lo que se esperaba de él.

En la residencia de sus padres, la música sonaba suave, y el jardín estaba decorado con luces cálidas y copas alineadas sobre mesas blancas. La mayoría de los invitados eran conocidos de la familia. Clara ya estaba allí, rodeada por un pequeño grupo de personas.

Vestía de forma sencilla, con un vestido azul claro que apenas rozaba sus rodillas, el rostro limpio y una coleta baja. No llevaba joyas, ni maquillaje llamativo, pero, aun así, destacaba. Tenía esa presencia natural que atraía las miradas sin esfuerzo.

Miguel rodeó los hombros de Sofía con un brazo firme y caminaron juntos hacia el centro del jardín. Apenas llegaron, los padres de Sofía se acercaron a saludar. La madre le dedicó una sonrisa tensa, mientras el padre apenas inclinó la cabeza.

—Sofía —dijo Larissa con frialdad—. Qué gusto que viniste.

Ninguno usó señas. No intentaron incluirla en la conversación. Solo Miguel lo hizo, con palabras breves que tradujo al lenguaje de señas mientras la mantenía cerca y la rodeaba ocasionalmente con su brazo, como un intento de protegerla de su propia familia.

»Ellos también están felices de verte —dijo, sin convicción.

Sofía solo asintió.

Del otro lado del jardín, Clara giró al verlos. Miguel la miró fijamente. Por un instante, sus ojos se encontraron. Clara intentó sonreír, pero la expresión se desdibujó cuando Miguel, sin apartar la vista de ella, rodeó la cintura de Sofía con una mano y la atrajo hacia sí en un abrazo que parecía demasiado íntimo para una pareja tan reservada.

—Deberías haber pensado en esto cuando te fuiste —le dijo a Clara, usando el mismo tono amable con el que les hablaba a sus empleados—. Pero, de todos modos, te agradezco. Si no te hubieras ido, no habría descubierto lo feliz que podía ser con Sofía.

Besó la frente de Sofía con suavidad. Ella se sorprendió, pero respondió con una sonrisa dulce. Era parte del plan. Su papel.

Clara, en cambio, dio un paso atrás, disimuló tomando una copa de una bandeja cercana, y giró el rostro como si estuviera interesada en algún detalle de la decoración. Sin embargo, Sofía la vio secarse discretamente una lágrima.

Miguel apretó el hombro de Sofía con más fuerza. Provocando que ella tuviera que ocultar el gesto de dolor.

Durante el brindis por el regreso de Clara, todos levantaron las copas y se escucharon risas suaves. Miguel mantenía la mirada fija en su hermana, aunque su mano seguía enlazada a la de Sofía. Fingía indiferencia, pero cada gesto suyo parecía calculado para hacerle daño.

—A la familia reunida —dijo uno de los invitados. Clara apenas sonrió.

Sofía permanecía en silencio, como siempre, observando el movimiento a su alrededor. Escuchaba solo lo necesario. Miguel seguía atento a cada detalle. Le ofrecía bebida, le acariciaba la mano, le hablaba con un afecto que nunca había mostrado en público. Pero era evidente que no era para ella. Era para Clara.

La expresión de su hermana se iba descomponiendo poco a poco. Las copas comenzaron a vaciarse con más rapidez. Las risas de Clara eran cada vez más estridentes, y su mirada ya no se enfocaba bien.

Miguel la observaba de lejos con el ceño fruncido. Finalmente, se acercó con pasos firmes y le agarró la muñeca con fuerza.

—¿Qué estás haciendo? —le espetó, con una expresión de desprecio y contención—. ¿Ahora vienes a hacerte la arrepentida enamorada? ¿A quién crees que engañas?

—Suéltame —pidió Clara, forcejeando.

Sofía alcanzó a ver cómo Clara intentaba zafarse, pero tropezó con la alfombra al borde del salón. El golpe fue seco. Su cuerpo cayó justo sobre una de las torres de copas de champán. El vidrio se rompió en mil pedazos y el vestido azul se tiñó de rojo en cuestión de segundos.

El rostro de Miguel cambió en un instante. Él soltó la mano de Sofía, la levantó con cuidado en brazos, y gritó el nombre de uno de los choferes.

—¡El coche! ¡Ahora!

Sofía dio un paso adelante por puro instinto. Pero antes de que pudiera moverse, sintió una mano sobre su brazo. Su madre la detuvo con una presión firme. La miró a los ojos y negó lentamente con la cabeza.

»No es tu lugar —le dijo. Esta vez sí usó señas.

Sofía se quedó inmóvil. El vestido marfil brillaba bajo las luces. Las joyas pesaban. La música seguía sonando, lejana. Miguel desapareció entre los invitados, con Clara desmayada en sus brazos.

Ella no dijo nada. Solo se quedó allí, como una estatua tallada para un papel que nunca había elegido.

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