La fiesta seguía vibrando detrás de las puertas cerradas, pero Sofía apenas podía sentirla. Había buscado un rincón apartado en el salón, lejos de las luces y del murmullo constante, cuando su madre la encontró. El perfume de siempre, frío y distante, la precedió.
—¿Cuándo piensas irte? —preguntó en un tono bajo pero cargado de impaciencia, sin molestarse en suavizar la dureza de su mirada—. No tienes nada que hacer aquí.
Sofía bajó la mirada, apretando el borde del vestido entre los dedos. Su madre se cruzó de brazos, esperando una respuesta que no llegó. Entonces, molesta, le apartó bruscamente el cabello que caía sobre su oído izquierdo. Al notar la ausencia del audífono, su gesto se volvió aún más severo.
—¿Otra vez sin el aparato? —chistó con desaprobación, hablando despacio como si ella fuera incapaz de entender por sí misma—. ¿Qué clase de mujer eres? Una no puede elegir a los hijos que le tocan, pero nunca pensé que tú serías tan débil. ¿Cómo pueden dos hijas criadas igual ser tan diferentes?
Finalmente, al ver que sus palabras no tenían respuesta, hizo señas rápidas, impacientes.
»¿Cuándo te irás?
Sofía sostuvo su mirada un instante, sintiendo el peso de la decepción materna caer sobre ella como una sentencia definitiva. Podía fingir, podía excusarse, pero en el fondo sabía que su madre solo esperaba una cosa: su desaparición.
»Veintiún días, —respondió con serenidad, usando el lenguaje de señas que su madre conocía, pero rara vez usaba con ella.
La fecha exacta de su vuelo.
Su madre suspiró aliviada, como quien finalmente logra quitarse una carga de encima. Sus labios se curvaron en una mueca apenas perceptible.
»Bien. Cuanto antes te vayas, mejor para todos. Cuando lo hagas, si necesitas algo, habla con el mayordomo. Pero no regreses jamás —dijo con un gesto tan seco que no dejaba lugar a dudas. Luego se giró, volviendo a la fiesta sin siquiera mirar atrás.
Sofía se quedó inmóvil unos segundos, dejando que el silencio la envolviera. El peso del rechazo no era nuevo, pero dolía igual que la primera vez. Suspiró y salió del salón.
Afuera, el viento nocturno le golpeó el rostro, cortante y frío, calando a través del fino vestido de gala. Alzó una mano para llamar un taxi, pero la calle estaba desierta. La mayoría de los invitados seguían adentro, brindando entre risas.
—¿Sofía? —la voz la sorprendió. Era Martín, el amigo de Miguel, que se encontraba recogiendo su abrigo del guardarropa. La miró con cierto desprecio, creyendo que llevaba su audífono puesto.
Ella no respondió. No había notado su presencia y, en realidad, tampoco quería hablar con nadie. Se limitó a mirar hacia la calle, esperando ver aparecer el taxi que la rescatara de aquella noche.
Martín, al no recibir respuesta, mostró cierta impaciencia y continuó hablando.
—Mira, Sofía… no quiero que me malinterpretes, pero todos aquí sabemos que Miguel y Clara siempre fueron el uno para el otro. Lo que pasó entre ellos… bueno, Clara tuvo sus razones para alejarse, y Miguel hizo lo que pudo para seguir adelante contigo. Pero eso no cambia lo que sienten el uno por el otro.
Sofía siguió mirando el asfalto mojado, con los labios apretados. Fingía no escuchar, pero cada palabra le atravesaba el pecho como una espina.
—No tienes que forzarte a encajar en su historia. A veces, amar a alguien significa dejarlo ir —agregó Martín, con voz más baja y cargada de descontento.
Al no obtener ninguna reacción, finalmente entendió que ella no lo estaba escuchando. O que fingía no hacerlo. Él soltó un leve bufido. Clara era hermosa y sincera, mucho más admirable que su hermana discapacitada. Sin embargo, notó el leve temblor en los brazos de Sofía. El viento helado le golpeaba la piel desnuda de los hombros, erizándola. Martín frunció el ceño y soltó un profundo suspiro, con fastidio, se quitó su chaqueta y, con un movimiento firme, la colocó sobre sus hombros a pesar de las negativas de Sofía. Luego hizo un gesto al personal.
—Traigan mi coche.
En cuestión de minutos, el vehículo estaba frente a ellos. Martín abrió la puerta del pasajero.
—Súbete. Te llevo a casa —anunció moviendo sus manos con torpeza en un mal lenguaje de señas.
Sofía dudó un instante, pero finalmente accedió. Subió al coche sin mirar atrás.
La casa estaba en penumbra cuando Miguel regresó, horas después, con el rostro demacrado por el cansancio. Había pasado la noche en el hospital, velando por Clara mientras recibía atención médica. Aunque el peso del remordimiento lo acompañaba, una parte de él no podía evitar sentirse enfadado.
Al entrar en la habitación, encontró a Sofía dormida, recostada de lado, el rostro oculto entre las sábanas. Por un instante, su expresión se suavizó. Caminó con cuidado para no despertarla, pero entonces lo vio.
Un abrigo masculino, colgado sobre la silla junto a la cama.
Se detuvo en seco, con la mandíbula tensa. Su mirada se endureció. No era suyo, y no recordaba haberlo visto antes. Frunció el ceño, sintiendo cómo la incomodidad crecía en su pecho. ¿Quién había estado con ella mientras él no estaba? ¿Por qué Sofía, siempre tan sumisa y callada, ahora recibía la chaqueta de otro hombre?
Contuvo el impulso de despertarla y exigir una explicación. Se obligó a respirar hondo, cerrando los ojos por un momento. Estaba agotado, y quizás estaba exagerando. Pero no podía negar el malestar que le revolvía el estómago.
Dejó el móvil sobre la mesa, se quitó la chaqueta y se recostó a su lado, pero no logró dormir. El pensamiento lo mantenía despierto, como una espina clavada en el pecho.
¿Desde cuándo Sofía tenía alguien más que la protegiera?