Embarazada.
El mundo se detuvo. Las palabras del médico resonaron en su cabeza, pero no podía procesarlas.
Su mano, instintivamente, se posó en su abdomen, como si buscara confirmar la realidad. Recordó aquella noche absurda de más de un mes atrás, cuando Miguel, borracho, la confundió con Clara. Después de lo sucedido, ella recogió todo con torpeza y pasó el resto de la noche sola en el jardín, perdida en sus pensamientos hasta el amanecer. Más tarde, Miguel olvidó lo ocurrido, y ella nunca volvió a mencionarlo.
Salió del hospital aturdida, con los resultados médicos apretados contra su pecho.
Un hijo. Un hijo suyo y de Miguel. Pero él nunca lo sabría, porque nunca desearía que ella estuviera embarazada.
No podía imaginar criar a un niño sola, en un país extranjero, lejos de todo lo que conocía.
Las dudas la asfixiaban: ¿cómo garantizaría la salud del bebé? ¿Cómo pagaría su educación? ¿Cómo enfrentaría las noches de insomnio, las fiebres, las preguntas que inevitablemente llegarían cuando el niño creciera y quisiera saber quién era su padre?
Pero, entre el torbellino de incertidumbres, una certeza se alzó como un faro: nunca había considerado, ni por un instante, la posibilidad de abortar. Ese bebé, aún tan pequeño que apenas era un latido en su interior, ya era parte de ella. Ya lo amaba. Y haría lo que fuera necesario para protegerlo.
Sofía respiró hondo, deteniéndose en una esquina para calmar el nudo en su pecho.
»Pase lo que pase, mamá siempre te protegerá, mi amor —pensó mientras acariciaba con ternura su vientre aún plano.
Fue entonces cuando sus ojos se posaron en la vitrina de una tienda de electrodomésticos. Un televisor, encendido en el escaparate, transmitía un noticiero de última hora. Las palabras en la pantalla eran como un puñetazo.
«El hombre más poderoso del país recibe a su primer amor en el aeropuerto».
Sofía se acercó, hipnotizada por las imágenes, incapaz de apartar la vista aunque cada segundo era una herida nueva.
Allí estaba Miguel, impecable como siempre, con su porte de hombre que lo controlaba todo. Y a su lado, recostada contra su pecho con una familiaridad que destilaba años de intimidad, estaba Clara. Alta, delgada, con el cabello cayendo en ondas perfectas, su rostro era el de una mujer que sabía que el mundo le pertenecía.
La cámara, captada en secreto por algún periodista audaz, los mostraba en un momento que parecía sacado de una película romántica, pero para Sofía era una pesadilla.
Apartó la mirada como si la pantalla la hubiera quemado. Su corazón latía con tanta fuerza que temió que se le saliera del pecho. Las náuseas regresaron, pero esta vez no eran por el embarazo, sino por el dolor crudo de ver confirmada la verdad que había intentado negarse.
Miguel no solo había ido al aeropuerto. La había abrazado. Con la misma calidez con la que, alguna vez, la había mirado a ella. Sofía bajó la vista, apoyando la frente contra el vidrio frío de la vitrina. Se dijo a sí misma que no debía llorar, pero las lágrimas cayeron igual, silenciosas.
No quería romperse. No debía.
No ahora, cuando llevaba dentro de sí una nueva vida. Aun así, la imagen de Clara entre los brazos de Miguel no dejaba de repetirse en su mente. Quizá siempre fue así. Quizá ella nunca tuvo un lugar real en ese corazón.
Esa noche, al llegar a casa, encontró a Miguel hablando por teléfono. Estaba en la sala, de pie junto a la ventana, con el ceño fruncido. Aunque su tono era bajo, Sofía alcanzó a entender parte de la conversación. Era Clara. Le pedía que asistiera a la reunión del día siguiente, que quería verlo. Miguel respondió con evidente molestia. Le dijo que no tenía sentido remover el pasado, que todo estaba bien como estaba. Pero apenas notó que Sofía había entrado, cortó la llamada de inmediato.
Se volvió hacia ella, y su expresión se suavizó. Guardó el teléfono en el bolsillo y se acercó con una mirada atenta. Le preguntó con señas cómo había ido la revisión médica. Sofía tardó unos segundos en responder. Dudaba. No por la pregunta, sino porque aún sentía en el cuerpo el eco de la noticia que había recibido. Podía verlo de pie frente a ella, como cada noche, preguntando con calma si todo estaba bien. Como si nada hubiera cambiado.
Entonces, sin pensarlo demasiado, movió las manos.
»¿Te gustan los niños?
Miguel pareció desconcertado al principio. No era una pregunta común para ese momento del día, ni para ellos. Pero luego esbozó una sonrisa amable y respondió en lenguaje de señas.
»Si quisieras tener uno, podríamos adoptar.
Sofía bajó la mirada, decepcionada, porque él mismo lo dijo: adoptar. No mencionó tener hijos con ella.
»Solo preguntaba por curiosidad —respondió, sin ganas.
La conversación terminó ahí. Miguel se alejó, y ella subió a la habitación.
Con movimientos lentos, abrió el cajón de su cómoda, buscó entre sus papeles personales y colocó el sobre con los resultados del examen médico en el fondo, junto al certificado de recuperación auditiva que aún nadie conocía. Los escondió como si guardar esos documentos pudiera hacer que el mundo se detuviera un momento más.
Instantes después, Miguel tocó la puerta. Cuando Sofía abrió, él sonreía con suavidad. Le dijo, también en señas, que al día siguiente habría una pequeña reunión para darle la bienvenida a Clara, y que quería que ella lo acompañara.
Sofía asintió, tranquila.
»Claro —dijo.
Y aunque su corazón seguía latiendo con fuerza, su rostro no mostró ni una sola grieta.