3

Ethan

La mayoría de las personas solo necesitan una buena sonrisa, un traje bien entallado y una mentira convincente para sobrevivir al escrutinio público. Yo, por el contrario, necesitaba un espectáculo. Uno que gritara todo está bajo control, aunque por dentro estuviera lidiando con la pesadilla mediática que había desatado mi futura esposa al hacer una escena en plena firma de contrato.

Camila Delacroix.

Una mujer que no sabe quedarse callada, que no tiembla ante un nombre como el mío, y que me miró directamente a los ojos antes de firmar ese maldito papel como si estuviera aceptando un pacto con el diablo.

Y quizás lo estaba.

—¿Está lista? —pregunté desde el marco de la puerta, observándola mientras el estilista daba los últimos toques a su peinado.

Ella no me miró.

—Tan lista como se puede estar para fingir una relación con alguien que no sabe sonreír.

—Buen intento, Delacroix —me acerqué, sintiendo su perfume antes de olerlo. Ligero, fresco, como el jodido desafío que representaba—. Pero te irá mejor si dejas el sarcasmo para cuando no haya treinta cámaras apuntándote.

—¿Eso te funciona a ti? ¿Ser encantador a punta de amenazas?

—No me pagan por ser encantador.

Ella giró hacia mí entonces, los labios rojos como pecado, los ojos delineados con una precisión que podía cortar. Y aún así, su expresión era la misma con la que se mira una jaula bonita: sin ilusiones.

—Lástima. Porque te ves ridículamente guapo cuando finges que no te afecta nada.

Touché.

El estudio fotográfico era una danza de flashes, poses ensayadas y sonrisas que no tocaban el alma. Camila y yo éramos los protagonistas del nuevo cuento de hadas empresarial: el magnate redimido por el amor. Una historia que todos querían comprar, consumir y envidiar.

Nos sentamos juntos para una foto que debía parecer íntima. Mi mano en su cintura, su brazo sobre el mío, nuestras miradas cruzándose como si contuvieran años de complicidad. Pero lo que vi en sus ojos fue fuego. Puro, indomable.

—No respires tan cerca —susurró entre dientes, manteniendo la sonrisa de portada de revista.

—¿Temes derretirte?

—Temo vomitar.

La fotógrafa chilló de emoción.

—¡Perfecto! ¡Esa tensión, esa electricidad! ¡Es oro puro!

Si supiera...

El evento posterior fue peor. Una especie de cóctel con empresarios, periodistas y doscientos hipócritas sonriendo como si la verdad no les importara. Camila se movía entre ellos con una gracia feroz, como una reina que sabía que su corona estaba hecha de espinas. No se colgaba de mi brazo, no jugaba a ser la muñeca trofeo. Respondía con firmeza, con una lengua afilada que hacía reír a algunos y enrojecer a otros. Y yo… yo la observaba como si no la hubiera contratado para esto.

Porque lo cierto era que no la había contratado para esto. No para fascinarme. No para retarme. No para hacerme pensar, por un maldito segundo, que tal vez ese contrato había sido la decisión más peligrosa de mi vida.

—¿Puedo robarte un momento? —le susurré al oído, sujetándola con suavidad por el brazo.

—¿No es eso lo que has hecho desde el primer día?

La guié hacia una terraza lateral, lejos del bullicio, donde solo nos acompañaba el murmullo lejano de la ciudad y el eco de lo no dicho.

—Estás haciendo un excelente papel. —Me recargué en la barandilla, buscando no mostrar más de lo debido—. Tal vez tienes madera para esto después de todo.

—¿Para ser tu marioneta?

—Para ser mi esposa.

Ella se rió. Una carcajada seca, casi cruel.

—Una esposa que no puede tocarte. Que no puede preguntarte nada. Que tiene que fingir que eres el hombre de sus sueños mientras tú te comportas como si yo fuera una molestia estética.

—Te pago por eso, ¿no?

—Oh, sí. Me pagas. Pero eso no significa que puedas comprar respeto, Ethan. Ni admiración. Mucho menos deseo.

Y ahí estaba.

El golpe.

Porque por más que me jure a diario que todo esto es estrategia, que su presencia es un movimiento en el tablero de ajedrez que domino con maestría… esa última palabra, “deseo”, me persiguió como una maldita promesa rota.

—No me subestimes, Camila —le advertí, con la voz más baja que antes—. No soy un hombre que pierde el control.

—No, claro que no. Tú haces que todos los demás lo pierdan por ti. Pero cuidado, Ethan… a veces el poder real es no dejarse gobernar.

Y se fue. Caminando con la espalda recta, los tacones golpeando el suelo con una elegancia indomable. Como si cada paso suyo reclamara un pedazo de terreno que yo creía mío.

Volví al interior un minuto después, pero la energía ya era otra. Los aplausos, las risas… todo era ruido blanco. Yo estaba atrapado en otra frecuencia. Una donde esa mujer de lengua feroz y mirada herida comenzaba a invadir mi mente con más fuerza de la que me gustaría admitir.

Una mano se posó en mi hombro. Era Crane, siempre en el momento justo.

—Todo salió bien. Los medios están encantados. Las redes sociales están explotando con hashtags románticos. #BlackwellInLove es tendencia mundial.

—Fantástico —dije sin entusiasmo.

—¿Está todo bien?

Mentir es mi arte.

Pero esa noche, no lo hice.

—No lo sé, Michael. Es solo un juego…

—mi mirada volvió a la terraza vacía—

…¿por qué entonces siento que estoy perdiendo el control?

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