Camila
¿Quién dijo que el blanco representaba pureza?
El vestido era perfecto. Alta costura, encaje hecho a mano, más horas de trabajo que las que alguien como yo estaría dispuesta a contar. Cada hilo parecía diseñado para ocultar lo esencial: lo vacía que me sentía por dentro.
Sonreí.
El salón era una escenografía impecable: mármol, flores blancas, un altar simbólico erigido como si fuese un teatro griego. Nada real. Nada íntimo. Solo cámaras. Solo flashes. Solo la fachada que ambos necesitábamos construir para que este matrimonio —fingido, frío, funcional— sirviera a su propósito.
No hubo aplausos.
Y él…
—Tú te casas por dinero. Yo, por conveniencia. No hay espacio para el amor aquí —murmuró cerca de mi oído, segundos antes de que el juez simbólico dijera “puede besar a la novia”.
Me giré lentamente hacia él, con los labios tensos y los ojos entrecerrados.
—Perfecto —susurré de vuelta—. Detesto el amor.
Y luego… me besó.
O yo lo besé.
Lo que importa es cómo sucedió.
Nuestros labios se encontraron con una intensidad que no reconocí. Con una chispa que me hizo perder el equilibrio. No por fuera, claro. Yo siempre sé mantenerme en pie. Pero por dentro… me tambaleé.
Él no se apartó.
Su mano rozó mi cintura con una firmeza que no estaba en el guion. Sus labios se abrieron apenas, y yo sentí ese segundo maldito de debilidad. Ese instante en el que mis barreras cedieron. En el que la ficción se pareció demasiado a la realidad.
Me alejé primero.
Sonreí para las cámaras.
La recepción fue aún más falsa que la ceremonia. Una cena minimalista, copas que nadie tocó, un par de fotos cuidadosamente escenificadas, y un silencio que nos siguió como una sombra mientras cruzábamos el vestíbulo del penthouse nupcial.
—Dormiremos en habitaciones separadas —anuncié al llegar, quitándome los zapatos sin dignarme a mirarlo.
—Qué romántico —murmuró él, sin una pizca de emoción—. ¿Y la noche de bodas?
—Puedes pasarla con tu ego. Estoy segura de que sabrá satisfacerte mejor que yo.
El silencio fue lo único que respondió.
Caminé hasta el ala izquierda del enorme piso. Una suite privada decorada con buen gusto, aunque tan impersonal como un hotel cinco estrellas. Cerré la puerta, me apoyé contra ella, y dejé salir el aire que llevaba conteniendo todo el día.
Me quité el vestido.
La noche cayó.
Pensé que ya había terminado.
Y entonces lo escuché.
Me quedé quieta.
Se detuvo. Justo al otro lado.
Quizá dudó.
Pero finalmente, los pasos se alejaron.
Me senté en la cama, abrazándome las piernas.
Porque por muy fuerte que finja ser, a veces, hasta yo me rompo un poco por dentro.
Y mientras el silencio volvía a envolverlo todo, pensé en lo irónico que era todo esto.
Vendí mi libertad por dinero. Pero no pienso vender mi alma… ni mi corazón.