5

Camila

¿Quién dijo que el blanco representaba pureza?

Para mí, siempre ha sido el color de la hipocresía.

El vestido era perfecto. Alta costura, encaje hecho a mano, más horas de trabajo que las que alguien como yo estaría dispuesta a contar. Cada hilo parecía diseñado para ocultar lo esencial: lo vacía que me sentía por dentro.

Sonreí.

Posé.

Parpadeé lentamente para que las pestañas postizas lucieran delicadas. Incliné un poco la cabeza. Practiqué esa sonrisa de princesa que aprendí desde niña. La que dice “soy feliz”, aunque por dentro me esté cayendo a pedazos.

El salón era una escenografía impecable: mármol, flores blancas, un altar simbólico erigido como si fuese un teatro griego. Nada real. Nada íntimo. Solo cámaras. Solo flashes. Solo la fachada que ambos necesitábamos construir para que este matrimonio —fingido, frío, funcional— sirviera a su propósito.

Él: proteger su imagen corporativa.

Yo: saldar una deuda imposible y salvar a mi familia.

No hubo aplausos.

No hubo amigos.

Ni una sola cara querida.

Solo contratos firmados y miradas calculadas.

Y él…

Ethan Blackwell.

Con ese rostro tallado por los dioses y esa expresión que parece aburrida por defecto. Ni un músculo se le movía. Ni una arruga de emoción o interés.

Solo me miró. Como si fuera un mueble caro que acaba de adquirir. Hermoso, sí. Pero prescindible.

—Tú te casas por dinero. Yo, por conveniencia. No hay espacio para el amor aquí —murmuró cerca de mi oído, segundos antes de que el juez simbólico dijera “puede besar a la novia”.

Me giré lentamente hacia él, con los labios tensos y los ojos entrecerrados.

—Perfecto —susurré de vuelta—. Detesto el amor.

Y luego… me besó.

O yo lo besé.

O nos besamos al mismo tiempo.

No importa.

Lo que importa es cómo sucedió.

Porque no fue un roce frío. No fue un acto mecánico.

No fue la farsa que debía ser.

Nuestros labios se encontraron con una intensidad que no reconocí. Con una chispa que me hizo perder el equilibrio. No por fuera, claro. Yo siempre sé mantenerme en pie. Pero por dentro… me tambaleé.

Él no se apartó.

Yo tampoco.

Su mano rozó mi cintura con una firmeza que no estaba en el guion. Sus labios se abrieron apenas, y yo sentí ese segundo maldito de debilidad. Ese instante en el que mis barreras cedieron. En el que la ficción se pareció demasiado a la realidad.

Me alejé primero.

Vi la sorpresa escondida en su mandíbula tensa.

Su respiración agitada.

Yo no estaba mejor. Pero al menos sabía esconderlo.

Sonreí para las cámaras.

Tomé su brazo.

Nos marchamos.

La recepción fue aún más falsa que la ceremonia. Una cena minimalista, copas que nadie tocó, un par de fotos cuidadosamente escenificadas, y un silencio que nos siguió como una sombra mientras cruzábamos el vestíbulo del penthouse nupcial.

—Dormiremos en habitaciones separadas —anuncié al llegar, quitándome los zapatos sin dignarme a mirarlo.

—Qué romántico —murmuró él, sin una pizca de emoción—. ¿Y la noche de bodas?

—Puedes pasarla con tu ego. Estoy segura de que sabrá satisfacerte mejor que yo.

El silencio fue lo único que respondió.

Caminé hasta el ala izquierda del enorme piso. Una suite privada decorada con buen gusto, aunque tan impersonal como un hotel cinco estrellas. Cerré la puerta, me apoyé contra ella, y dejé salir el aire que llevaba conteniendo todo el día.

Me quité el vestido.

Me observé en el espejo.

Y por primera vez, me vi tal cual era: una mujer que vendió su libertad por un número en una cuenta bancaria. Una prisionera de terciopelo. Una reina sin corona ni reino.

La noche cayó.

Pensé que ya había terminado.

Que el papel había sido interpretado. Que podía dormir sin más sobresaltos.

Y entonces lo escuché.

Los pasos.

Lentos.

Seguros.

Cada uno más cerca de mi puerta.

Me quedé quieta.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza, como si pudiera romper la madera entre nosotros.

Se detuvo. Justo al otro lado.

No tocó.

No habló.

Solo estuvo ahí.

Quizá dudó.

Quizá escuchó mi respiración acelerada al otro lado.

Quizá se sintió igual de atrapado que yo.

No lo sé.

Pero finalmente, los pasos se alejaron.

Me senté en la cama, abrazándome las piernas.

Porque por muy fuerte que finja ser, a veces, hasta yo me rompo un poco por dentro.

Y mientras el silencio volvía a envolverlo todo, pensé en lo irónico que era todo esto.

En la máscara que ambos llevábamos.

En el juego que fingíamos controlar… y que tal vez, ya nos estaba controlando a nosotros.

Vendí mi libertad por dinero. Pero no pienso vender mi alma… ni mi corazón.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP