Camila
Dicen que cuando tocas fondo solo te queda subir, pero eso es mentira. Lo descubrí la tarde en que llegué a casa con una bolsa de arroz a medio llenar, dos huevos agrietados y la tarjeta de débito rechazada por tercera vez en la semana. No era el fondo. Era un pozo sin fin, y yo seguía cayendo.
El sonido del oxígeno zumbando desde la habitación de mi madre me perseguía como un eco constante, como una cruel sinfonía de realidad. Vivíamos en un apartamento pequeño en un barrio que apestaba a desesperanza, uno de esos lugares donde las paredes saben más secretos de los que deberían. Mi madre, antes una mujer vibrante y de sonrisa eterna, ahora era apenas un suspiro atrapado entre pastillas y máquinas.
—Camila… —su voz se quebraba con solo intentarlo—. No puedes seguir haciéndote cargo sola…
Como si tuviera opción.
—Shh… No digas tonterías, mamá. Estoy bien.
Mentira número mil. Y contando.
La notificación del banco fue la estocada final: saldo insuficiente. ¿Para qué? Para el alquiler, para la electricidad, para la medicina experimental que quizás no funcionaba, pero era lo único que le quedaba. Para todo.
Esa noche, mientras la lluvia golpeaba los cristales como si también estuviera harta de todo, recibí una llamada. Número privado. No suelo contestar a extraños, pero esa vez… lo hice.
—Señorita Camila Delacroix —dijo una voz masculina, educada hasta la irritación—. Mi nombre es Michael Crane. Soy abogado del señor Ethan Blackwell. Me gustaría proponerle una reunión.
—¿Del Blackwell de Blackwell Enterprises?
—El mismo.
Tuve que tragarme la carcajada amarga. El hombre más rico y peligroso de toda la costa este llamándome a mí. Justo a mí, que tenía que elegir entre pagar el gas o el inhalador de mi madre.
—¿Y qué querría el señor Blackwell conmigo?
—Un acuerdo. Le pido solo treinta minutos de su tiempo. Le aseguro que puede cambiar su vida.
No sabía que las jaulas venían con terciopelo hasta que crucé las puertas del despacho donde nos citamos. Un penthouse con ventanales tan grandes que daban vértigo. Unas vistas que gritaban poder. Todo era cristal, mármol y un silencio impoluto, como si el mundo se detuviera ahí dentro.
Michael Crane estaba impecable. Traje gris, corbata de seda, gafas delgadas que no ocultaban sus ojos calculadores. Me sonrió como si yo ya hubiera dicho que sí.
—Señorita Delacroix, gracias por venir.
—No me dio muchas opciones —respondí cruzándome de brazos—. ¿Qué quiere de mí el todopoderoso Ethan Blackwell?
Crane me ofreció asiento. No lo tomé.
—Ethan Blackwell está buscando una esposa.
Mis cejas volaron a la estratósfera.
—No sentimental. Legal. Necesita una compañera para mantener ciertas apariencias frente a su junta directiva, inversores y… el público. Un matrimonio de conveniencia.
—¿Y me llamó a mí porque…?
Crane ladeó la cabeza con una sonrisa que no tocaba sus ojos.
—Porque usted no tiene nada que perder.
Sentí el golpe de esa frase como un puñetazo.
—¿Dignidad alcanza para comprar morfina? ¿Para pagar el próximo mes de alquiler? —preguntó, sin pizca de culpa—. El señor Blackwell pagará todas las deudas médicas de su madre. Le dará una cuenta bancaria generosa. Una nueva vida.
Me eché a reír. Tenía que hacerlo. Porque si no, iba a romperme ahí mismo.
—Esto es una locura. ¿Cree que soy una especie de prostituta de lujo? ¿Una muñeca para exhibir?
—No. Lo que usted sea no nos incumbe. Lo que estamos comprando es su nombre legal. Su presencia. Su obediencia en eventos públicos. En privado, usted vivirá su vida como quiera. Con una cláusula de confidencialidad, por supuesto.
—Y si me niego…
—Entonces su madre seguirá empeorando. El banco embargará su departamento. Usted volverá al mismo pozo donde la encontramos.
Bastardo.
Me puse de pie, temblando de rabia. Caminé hasta el ventanal, viendo cómo la ciudad brillaba a lo lejos. No era libertad. Era un espejismo. El aire olía a café caro y mentiras.
Una esposa.
Por contrato.
Una vida dorada a cambio de mi alma.
—¿Y por qué yo? —pregunté sin girarme—. Hay miles de mujeres que matarían por algo así. ¿Por qué no una de ellas?
—Porque usted no lo haría —respondió con una calma escalofriante—. Y eso… eso es exactamente lo que le llamó la atención al señor Blackwell.
Giré despacio.
Crane asintió.
La rabia me abandonó de golpe. En su lugar, quedó solo vacío. Y un miedo tan primitivo que me caló los huesos.
—¿Cuánto tiempo durará esta… farsa?
—Un año. Doce meses. Luego, divorcio limpio. Usted se queda con la casa, la cuenta, la nueva identidad si así lo desea. Y su madre, con un tratamiento digno.
Un año. Trescientos sesenta y cinco días.
¿A cambio de qué?
Crane deslizó una carpeta de cuero sobre la mesa.
—Piénselo. Tómese su tiempo. Pero recuerde algo —sus ojos se afilaron como cuchillas—. Ethan Blackwell nunca hace caridad… pero sí negocios. Y usted, señorita Delacroix, es su próximo acuerdo.
Y así fue como empezó todo.
De cristal.