4

Ethan

Las galas benéficas son como las mentiras bien construidas: brillantes por fuera, vacías por dentro.

Lentejuelas, sonrisas forzadas, copas de champán que nadie termina, y conversaciones que giran como una ruleta amañada. El único objetivo real de estos eventos es demostrar cuánto puedes fingir por una buena causa… o por una imagen pública hecha a medida.

Esta noche, el papel que interpreto es el de esposo enamorado. El hombre que encontró en Camila Delacroix algo más que un contrato conveniente. El CEO con corazón, el millonario redimido por la mujer que le robó la calma y lo convirtió en humano.

¿Mi problema?

Que cada vez estoy menos seguro de que eso no sea, de hecho, real.

La vi en cuanto entró.

No porque la estuviera esperando —me niego a caer tan bajo—, sino porque su mera presencia silenciaba el ambiente.

Camila no llegó.
Irrumpió.

Con un vestido color vino que le abrazaba las curvas como una segunda piel. El escote justo, la espalda expuesta, y esa forma de caminar que no necesitaba presentación. El cabello suelto, salvaje. Los labios rojos. La mirada indescifrable.

Y juro que mi primer pensamiento fue: Esto no es parte del trato.

—Estás… llamando la atención —dije en voz baja cuando se acercó para saludar a unos diplomáticos.

—¿No es ese el objetivo? —respondió sin mirarme, mientras asentía con cortesía—. Sonrisas, flashes, espectáculo.

—Eso no es una sonrisa. Es un disparo envuelto en terciopelo.

Giró la cabeza. Me miró. Sonrió, esta vez de verdad.

Y yo sentí que el mundo perdía gravedad.

—Entonces mantente alerta, Ethan. No quiero que mueras en plena gala.

Dios.

Quiero decir, por Dios.

¿Qué clase de mujer es esta?

No se quiebra, no se adapta. Y lo peor… me provoca. En el peor lugar, en el peor momento. Y no de la forma en que una mujer debería provocar a su esposo frente a los medios. No. Esto era otra cosa. Más instintiva. Más peligrosa.

Durante la cena, fingimos intimidad. Risas suaves, roces calculados, susurros al oído. Ella juega su papel con una precisión quirúrgica. Yo, en cambio, me estoy resquebrajando por dentro.

¿Siempre fue así de jodidamente magnética?

¿O estoy empezando a verla de una forma que no debería?

La oportunidad perfecta para destruirme llegó con forma de periodista entrometido.

—Señor Blackwell —dijo, con la cámara apuntando directo a nuestros rostros—, ¿puedo hacerles una última pregunta para nuestra transmisión en vivo?

Asentí. Sin pensar demasiado. Mala decisión.

—¿Cuál fue su primer beso como esposos?

Y el mundo… se detuvo.

Porque no lo habíamos planeado.

Porque no existía.

Porque esta farsa, hasta ahora, no tenía labios mezclados ni alientos compartidos.

—¿Eso importa realmente? —intenté esquivar.

Pero Camila me ganó.

—Claro que importa —interrumpió dulcemente, girando hacia mí—. Y si quieren saber cómo fue… puedo mostrarlo.

Y entonces sucedió.

Me besó.

Sin aviso. Sin permiso.

Y lo peor…
Fue perfecto.

Sus labios se fundieron con los míos como si llevaran esperándolo toda la vida. Fue un beso que empezó como una actuación y terminó como un accidente emocional. Porque no había cámaras, ni luces, ni contratos que justificaran la forma en que nuestras bocas se buscaron después del primer roce. La forma en que sus dedos se aferraron a mi solapa. El suspiro que no logró contener cuando mis manos tomaron su cintura como si fueran mías por derecho.

No fue un beso.

Fue un incendio.

Y ambos ardimos.

Cuando se separó, lo hizo lentamente. Como si su cuerpo aún dudara en dejarme ir.

Yo...

yo ni siquiera recordaba que había gente aplaudiendo.

—¿Satisfechos? —dijo con esa sonrisa rota que nadie más supo leer.

Los periodistas siguieron con sus preguntas vacías. Yo, con la mandíbula apretada y el corazón golpeando contra el pecho. No hablé más. No podía.

Sabía que, si lo hacía, diría algo estúpido. Algo verdadero.

De regreso, el auto era un sepulcro rodante. Silencio tenso, cargado de electricidad estática. Camila miraba por la ventana, ajena, como si lo de antes no hubiera sido más que un trámite. Como si no me hubiera dejado al borde del maldito colapso.

—¿Eso fue por el espectáculo… o por mí?

No lo pensé. Las palabras salieron solas.

Ella giró lentamente la cabeza. Sus ojos se clavaron en los míos con una mezcla de furia, incredulidad y... ¿culpa?

—Un paso más —dijo, cada palabra como una amenaza contenida—, y rompo el trato.

Me incliné hacia ella, despacio. Lo suficiente para ver cómo su respiración se aceleraba. Cómo su garganta tragaba en seco. Cómo sus pupilas se dilataban.

—¿Y si ya lo rompimos?

Ella no respondió. Solo volvió a girarse hacia la ventana.

Y en ese reflejo oscuro del cristal, vi la verdad que ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir.

Esa mujer va a ser mi perdición.

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