Ethan
Las galas benéficas son como las mentiras bien construidas: brillantes por fuera, vacías por dentro.
Esta noche, el papel que interpreto es el de esposo enamorado. El hombre que encontró en Camila Delacroix algo más que un contrato conveniente. El CEO con corazón, el millonario redimido por la mujer que le robó la calma y lo convirtió en humano.
La vi en cuanto entró.
Y juro que mi primer pensamiento fue: Esto no es parte del trato.
—Estás… llamando la atención —dije en voz baja cuando se acercó para saludar a unos diplomáticos.
—¿No es ese el objetivo? —respondió sin mirarme, mientras asentía con cortesía—. Sonrisas, flashes, espectáculo.
—Eso no es una sonrisa. Es un disparo envuelto en terciopelo.
Giró la cabeza. Me miró. Sonrió, esta vez de verdad.
—Entonces mantente alerta, Ethan. No quiero que mueras en plena gala.
Dios.
Durante la cena, fingimos intimidad. Risas suaves, roces calculados, susurros al oído. Ella juega su papel con una precisión quirúrgica. Yo, en cambio, me estoy resquebrajando por dentro.
La oportunidad perfecta para destruirme llegó con forma de periodista entrometido.
—Señor Blackwell —dijo, con la cámara apuntando directo a nuestros rostros—, ¿puedo hacerles una última pregunta para nuestra transmisión en vivo?
Asentí. Sin pensar demasiado. Mala decisión.
—¿Cuál fue su primer beso como esposos?
Y el mundo… se detuvo.
Porque no lo habíamos planeado.
—¿Eso importa realmente? —intenté esquivar.
Pero Camila me ganó.
—Claro que importa —interrumpió dulcemente, girando hacia mí—. Y si quieren saber cómo fue… puedo mostrarlo.
Y entonces sucedió.
Me besó.
Sin aviso. Sin permiso.
Y lo peor…
Fue perfecto.
Sus labios se fundieron con los míos como si llevaran esperándolo toda la vida. Fue un beso que empezó como una actuación y terminó como un accidente emocional. Porque no había cámaras, ni luces, ni contratos que justificaran la forma en que nuestras bocas se buscaron después del primer roce. La forma en que sus dedos se aferraron a mi solapa. El suspiro que no logró contener cuando mis manos tomaron su cintura como si fueran mías por derecho.
No fue un beso.
Cuando se separó, lo hizo lentamente. Como si su cuerpo aún dudara en dejarme ir.
—¿Satisfechos? —dijo con esa sonrisa rota que nadie más supo leer.
Los periodistas siguieron con sus preguntas vacías. Yo, con la mandíbula apretada y el corazón golpeando contra el pecho. No hablé más. No podía.
De regreso, el auto era un sepulcro rodante. Silencio tenso, cargado de electricidad estática. Camila miraba por la ventana, ajena, como si lo de antes no hubiera sido más que un trámite. Como si no me hubiera dejado al borde del maldito colapso.
—¿Eso fue por el espectáculo… o por mí?
No lo pensé. Las palabras salieron solas.
Ella giró lentamente la cabeza. Sus ojos se clavaron en los míos con una mezcla de furia, incredulidad y... ¿culpa?
—Un paso más —dijo, cada palabra como una amenaza contenida—, y rompo el trato.
Me incliné hacia ella, despacio. Lo suficiente para ver cómo su respiración se aceleraba. Cómo su garganta tragaba en seco. Cómo sus pupilas se dilataban.
—¿Y si ya lo rompimos?
Ella no respondió. Solo volvió a girarse hacia la ventana.
Y en ese reflejo oscuro del cristal, vi la verdad que ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir.
Esa mujer va a ser mi perdición.