Camila
El chofer no dijo ni una palabra en todo el camino, y la verdad es que se lo agradecí. No sé qué habría hecho si alguien intentaba consolarme con frases como “todo estará bien” o “esto es lo mejor para ti”.
Spoiler: nada está bien y venderle tu alma al diablo vestido de Armani no es precisamente lo mejor para nadie.
Me miré en el espejo retrovisor de la limusina por décima vez. Los labios perfectamente rojos, la piel sin rastro de imperfección, el cabello recogido con elegancia. Podía pasar por una actriz, una modelo, una esposa trofeo. Pero en realidad, solo era una mujer desesperada que estaba a punto de firmar su sentencia de vida.
La mansión apareció frente a mí como una bestia de piedra y mármol. Todo en ella gritaba poder, riqueza… y advertencia. Las puertas negras se abrieron y mi respiración se detuvo por un instante. Ya no había vuelta atrás.
El asistente me esperaba con una sonrisa tan falsa como la historia de amor que íbamos a vender.
—Señorita Reyes. El señor Blackwell la espera.
“Claro que sí”, pensé. Qué amable de su parte, como si yo tuviera opción de llegar tarde a mi propio entierro.
—Llévame a él —dije, sin dejar que mi voz temblara. Cada paso que daba era una bofetada a mi orgullo, pero lo mantenía escondido bajo mis tacones de diseñador.
La sala principal era más grande que mi antiguo apartamento entero. Había cuatro personas esperándome: un abogado con cara de no tener alma, una mujer mayor vestida como la versión elegante de Mary Poppins, un hombre de traje oscuro y expresión de matón profesional… y él.
Ethan Blackwell.
El demonio hecho carne. Rico, atractivo, calculador. El tipo de hombre que hace que una parte de ti quiera huir y la otra… se quede por puro masoquismo.
Estaba sentado, relajado, con las piernas cruzadas y una copa de whisky en la mano como si fuera el dueño del universo. Bueno, técnicamente, lo era.
—Camila —pronunció mi nombre como si lo saboreara—. Llegas justo a tiempo.
—No me gusta hacer esperar a los psicópatas.
Su sonrisa se ensanchó. Maldito sea.
—Qué dulce. Ya comienzas a hablar como mi esposa.
—Todavía no he firmado nada.
—Pero lo harás.
Y lo peor era que tenía razón.
El abogado carraspeó para comenzar el show.
—¿Asignación mensual? —pregunté, alzando una ceja—. ¿Soy una becaria o una mascota?
—Una inversión —dijo Ethan, dándole un sorbo a su trago—. Y no precisamente barata.
Conté hasta tres para no arrojarle la copa en la cara.
—Además —continuó el abogado, imperturbable—, vivirán en habitaciones separadas. Se espera comportamiento público ejemplar y se le prohíbe a la señorita Reyes mantener relaciones sentimentales fuera del vínculo marital durante el contrato.
Traducción: no podía enamorarme ni de un perro callejero.
—Perfecto —dije, tomando la pluma—. Nada de amor. Nada de sexo. Solo mentiras.
—Vaya —comentó Ethan—. Qué discurso tan romántico. Deberíamos grabarlo para la luna de miel.
Lo firmé. Una, dos, tres veces. Cada rúbrica era una daga en mi orgullo, pero la imagen de mi madre conectada a esa maldita máquina en el hospital me mantuvo firme.
El abogado me extendió una caja de terciopelo negro. Dentro, un anillo de diamantes que seguramente costaba más que todas mis decisiones juntas.
—Su anillo, señora Blackwell.
Me lo puse. Sintió frío. Ajeno. Como la cama en la que dormiría esa noche.
Ethan se acercó a mí con esa arrogancia que le chorreaba como perfume caro. El jefe de seguridad lo seguía como una sombra. La mujer mayor —seguramente la ama de llaves— me ofreció una leve reverencia.
—Ella es Agnes, estará a cargo de tus horarios. El caballero es Marcus, mi jefe de seguridad. A partir de ahora, reportarás todo movimiento a ellos.
—¿También cuándo voy al baño?
—Solo si planeas huir por la ventana.
Lo odiaba. Lo detestaba con cada célula de mi cuerpo… excepto, tal vez, con algunas que estaban equivocadas y reaccionaban cada vez que él hablaba.
Ethan se acercó. Demasiado. El mundo se apagó por un segundo y solo quedamos él, yo, y su aliento cálido en mi oído.
—Bienvenida a tu nueva vida, esposa.
La bofetada fue automática. Clara. Sólida. Resonó en la sala como una campana.
El abogado se tensó. Agnes dio un respingo. Marcus ni se inmutó.
Y Ethan… se rió. Con ganas. Como si le acabaran de regalar un juguete nuevo.
—Me encantas cuando te haces la fuerte —susurró, limpiándose la comisura del labio—. Vamos a divertirnos tanto, Camila.
Tomé aire. Lento. Controlado. Si no lo mataba en los primeros cinco minutos, tal vez sobreviviría al primer mes.
—No estoy aquí para divertirte.
—Oh, ya lo sé. Pero eso no lo vuelve menos entretenido.
La prensa ya estaba afuera. La “firma oficial” fue grabada como parte de la farsa. Ethan me tomó de la cintura frente a los flashes y me obligó a posar. Sonreí. Por mi madre. Por la deuda. Por todo lo que me costó llegar ahí.
Cuando alguien gritó “bésala”, sentí que el universo me escupía en la cara.
—¿En serio? —le murmuré.
—Estamos vendiendo una historia, cariño. Dale al público lo que quiere.
Antes de que pudiera negarme, sus labios estaban sobre los míos.
Y yo…
Yo lo besé de vuelta.
Por rabia. Por orgullo. Por puro y estúpido impulso.
Fue un beso corto, pero intenso. Uno que encendió un incendio en mi estómago y un puñal en mi consciencia.
Cuando nos separamos, los periodistas vitorearon. Yo quería vomitar. Él solo me guiñó un ojo.
Horas después, los titulares estallaban en todos los portales de noticias: “La boda secreta del magnate Ethan Blackwell”, “Su nueva esposa: una desconocida con carácter de fuego.”
¿Yo? Caminaba por el pasillo de mármol de su casa, con un vestido carísimo y los pies helados.
La puerta de mi nueva habitación se cerró con un clic.
Y me dejé caer en la cama sin deshacerme el peinado.
Pensé que no podía ser peor.
Hasta que escuché sus pasos, lentos, seguros, al otro lado de la pared.
Suspiré.
“¿Una boda por conveniencia… o un matrimonio explosivo?”
Y por primera vez desde que firmé el contrato, sonreí con algo parecido a rabia dulce.
El juego había comenzado. Y yo pensaba ganarlo.