Gracia abrió de golpe la puerta de la mansión y se dejó caer en el sofá. Respiró hondo, tratando de calmar el torbellino que le sacudía el pecho, pero las imágenes seguían repitiéndose en su mente como una pesadilla obsesiva: Maximilien abriéndole la puerta del auto a Lauren, tan atento, tan familiar. Una y otra vez, la escena se repetía con cruel nitidez. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
—¿Cómo pude ser tan ciega? —susurró con la voz quebrada—. Era obvio… Maximilien solo se está vengando de mí por lo que pasó hace años. Sabe cómo me trata mi familia y, aun así, sigue frecuentando a solas a Lauren.
Le temblaban las manos. Miró su reloj. Ya era tarde, pero no le importaba. Lo esperaría el tiempo que fuera necesario.
Y aunque aquella espera se sintió eterna, la puerta finalmente se abrió.
Era Maximilien.
Al verla, sonrió, como si nada. Pero Gracia se puso de pie como una fiera herida, con las manos firmes en la cintura y los ojos encendidos por la rabia que sentía.
—Maximilien,