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Habían pasado tres horas desde el incidente. La consciencia volvió lentamente, como si el cuerpo se negara a aceptar la realidad. Isabelle abrió los ojos primero. El aire era húmedo, helado. El crujido de madera vieja bajo ella y el vaivén del mar le confirmaron que ya no estaban en el salón Montclair.

Noah despertó segundos después, con la cabeza pesada y los músculos entumecidos. Ambos estaban amarrados de manos y pies, con la boca cubierta por cinta gruesa. El bote era pequeño, viejo, con pintura descascarada y olor a sal y óxido. La noche los envolvía, y el mar se extendía en todas direcciones. No había tierra a la vista.

Noah comenzó a forcejear, intentando soltarse. Sus movimientos eran torpes, desesperados. Isabelle lo miró, aún aturdida, sin poder hablar.

Entonces una voz se alzó desde la proa.

—Qué bueno que despertaron —dijo un hombre alto, de espalda a ellos. Su silueta se recortaba contra la oscuridad. Tenía el porte de alguien que había vivido demasiado, pero aún
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