El bote se mecía con lentitud sobre el mar oscuro. La madera crujía bajo sus pies, y el aire salado se mezclaba con el frío de la noche. Isabelle y Noah, aún atados de manos y pies, con la boca cubierta, apenas podían moverse.
El hombre que los había golpeado se acercó con paso firme. Su silueta, alta y cansada, se recortaba contra la luz tenue de una linterna colgada en el mástil.
Sin decir palabra, arrancó la cinta de sus bocas.
Noah respiró hondo, luego escupió las palabras como si le ardieran en la garganta.
—Te vas a arrepentir de haberla tocado.
El hombre soltó una carcajada seca, y sin previo aviso, le propinó un golpe directo al rostro. Noah cayó de lado, aturdido.
—¡No le hagas daño! —gritó Isabelle, incorporándose como pudo.
El hombre se volvió hacia ella, con una sonrisa torcida.
—¿Y qué estás dispuesta a darme… para que no lo toque?
Isabelle lo miró, luego giró la vista hacia Noah. No respondió.
El hombre se rió de nuevo, y volvió a golpear a Noah, esta