La tarde en la mansión era silenciosa, como si el aire supiera que algo se estaba gestando. Noah estaba en la sala principal, solo, con una libreta abierta sobre sus piernas y el bolígrafo sin moverse. Frente a él, la chimenea apagada parecía más simbólica que funcional.
Había escrito tres frases. Las había tachado todas.
No sabía cómo decir lo que no sentía.
James entró sin anunciarse. Llevaba una camisa negra arremangada, el cabello despeinado por el viaje, y una expresión que mezclaba cansancio con curiosidad.
—¿Interrumpo?
Noah levantó la vista, soltando el bolígrafo.
—No. Solo estoy… intentando escribir algo que no suene como una mentira.
James se acercó, se sentó en el sillón frente a él.
—¿Los votos?
Noah asintió.
—Jonathan quiere que parezca una reafirmación. Como si Isabelle y yo fuéramos el pilar de su imperio emocional.
James sonrió con ironía.
—Y tú no sabes cómo decir “te amo” sin que suene como una traición.
Noah lo miró, sin responder. James se