La luz del mediodía se filtraba tímidamente por las cortinas cerradas de la habitación de Isabelle, donde el silencio aún parecía protegerla de los estragos de la noche anterior. Tapada hasta la cabeza, con el cabello revuelto y la respiración pesada, no tenía intención alguna de moverse.
La puerta se abrió de golpe, y Camille entró con paso apresurado, como si el reloj la persiguiera.
—¡Isabelle! Ya es tardísimo. ¿Piensas quedarte enterrada todo el día?
Isabelle se cubrió la cara con una almohada, murmurando desde debajo de ella.
—No tengo ganas de existir hoy.
Camille ignoró la queja y caminó directo hacia las cortinas. Con un movimiento firme, las abrió de par en par, dejando que la luz bañara la habitación sin piedad.
—Pues el sol sí tiene ganas de verte. Y yo también. Vamos, arriba.
Mientras Isabelle se revolvía entre las sábanas, Camille se acercó al sillón junto a la ventana. Allí, doblado con descuido, estaba el abrigo de James. Camille lo tomó entre los dedos, l