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La instalación privada en la zona industrial de York estaba sumida en penumbra. Las luces frías del pasillo apenas iluminaban el concreto, y el eco de los pasos de James resonaba como una advertencia.

Damián lo esperaba junto a la puerta de seguridad.

—¿Está sola?

—Sí. Y sigue sin cooperar.

James asintió, sin detenerse.

Dentro, Astrid estaba sentada en una silla metálica, las manos atadas con correas discretas. Su rostro tenía la misma calma provocadora de siempre, como si el encierro fuera solo una pausa en su juego.

—Volviste —dijo, sin levantar la voz.

James se acercó, sin sentarse.

—¿Quién te dio acceso a la mansión?

Astrid sonrió, ladeando la cabeza.

—¿Eso viniste a preguntarme? Qué decepción.

James hizo una señal a la guardia de seguridad, una mujer de rostro firme y mirada implacable.

—Cada vez que se niegue a responder… castígala.

La guardia asintió.

Astrid no se inmutó.

—¿Quién te dio acceso? —repitió James.

—No lo sé. Tal vez fue el viento —r
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