El jardín de la Mansión Moore estaba bañado por la luz suave de la mañana. El rocío aún cubría las hojas, y el aire tenía ese silencio especial que solo existe antes de que el día comience de verdad.
Isabelle caminaba entre los senderos de piedra, con una taza de café en las manos y el cabello suelto, aún sin arreglar. No esperaba compañía. No la buscaba.
Pero James estaba allí.
Apoyado contra uno de los pilares del invernadero, con la camisa abierta en el cuello y las manos en los bolsillos. La mirada fija en ella.
—No sabía que madrugabas —dijo él, sin moverse.
—No sabía que tú lo hacías —respondió Isabelle, sin detenerse.
James dio un paso hacia ella.
—No dormí.
—Yo tampoco.
Se quedaron en silencio unos segundos. El viento movía las hojas con suavidad, como si el jardín también contuviera la respiración.
—¿Por qué viniste? —preguntó Isabelle, sin mirarlo.
—Porque no quiero seguir hablando solo con el recuerdo de lo que fuimos.
Ella se giró, lo miró de frente