James estaba de pie, revisando distraídamente los lomos de los libros antiguos, pero su mente estaba lejos. La luz de la tarde entraba por los ventanales, bañando el lugar en tonos dorados.
Isabelle, que pasaba por el pasillo, lo vio. Se detuvo, dudó unos segundos y finalmente entró.
—Tenemos que hablar —dijo, con voz firme.
James giró la cabeza hacia ella, pero en cuanto la reconoció, se volvió de nuevo hacia la estantería y comenzó a caminar hacia la puerta.
—No tengo nada que decir.
—Pues yo sí —respondió Isabelle, adelantándose para bloquearle el paso—. ¿Por qué me odias?
James frunció el ceño.
—No te odio.
—Entonces, ¿por qué evitas mirarme siquiera?
Él intentó esquivarla, pero ella no se movió.
—¿Es por lo que pasó anoche? —preguntó ella, refiriéndose claramente a lo que Noah y ella habían hecho.
James la miró de reojo, sin alterarse.
—No es eso.
—¿Entonces? —insistió Isabelle—. Desde que Astrid irrumpió en el invernadero y los acorraló, no me has dicho